Música
Elixir (6) por Fernando Sánchez-Dragó
Este cuento –el del elixir de mi cuasi eterna juventud– lleva trazas de ser el de nunca acabar. Lógico, porque la salud requiere más cuidados de los que caben en cien columnas como ésta.Tengan paciencia, que también eso forma parte de mi receta contra el paso y peso de la edad. No sólo de pastillas vive el hombre. ¿Juventud? ¿Y si la definiéramos? Dirán ustedes que en mi rostro hay arrugas. Cierto. Dirán que peino canas, aunque el peluquero me las oculte, y que mi cabellera es menos frondosa de lo que fue en otros tiempos. Cierto. Dirán que mis pecados contra el sexto mandamiento no son ahora tan numerosos, pese al cialis, como lo fueron en lo que el poeta llamaba plural historia de su juventud celeste. Cierto. Dirán que… Y, sin embargo, me siento joven. Mi hija Ayanta asegura, sonriendo, que su padre vive como si tuviera veinte años. Envejecer es detenerse. Envejecer es jubilarse. Envejecer es perder las ganas. Envejecer es sentirse abuelo, jugar al parchís o a lo que se tercie con los nietos y al tute en la taberna, y consumir el pábilo del cirio de las horas muertas tirando miguitas de pan a las palomas o contemplando el desfile de las hojas caídas en el parque cuando el viento del otoño las arrastra. Envejecer es, sobre todo, volver la vista atrás en vez de mirar hacia delante. Yo no hago nada de eso. Trabajo, viajo y fantaseo más que nunca. Mil años que viviese no bastarían para llevar a cabo la mitad de los proyectos que repican en mi cabeza y bailan en mi corazón. El Registro Civil sostiene que tengo setenta y tres años. Mi hija Ayanta lo desmiente. Stevenson, al oír que su médico lo conminaba a cambiar de vida para no morir en plena juventud, exclamó: -¡Doctor! ¡Siempre se muere joven!
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