San Blas

Betel

La Razón
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Tengo la sensación de haberme referido en alguna ocasión a una organización cristiana llamada Betel, un término hebreo que significa Casa de Dios. Su fundador fue, hace ya varias décadas, un norteamericano llegado a España con un título de la más importante universidad de Estados Unidos bajo el brazo y llamado Elliot Teppers. Teppers, al que movía una profunda fe cristiana, comenzó a recoger toxicómanos en su piso del barrio madrileño de San Blas y acabó enfrentándose con la idea de que tendría que establecer algo más amplio para acometer esa tarea. El resultado es una entidad que, actualmente, se encuentra desarrollando su labor en más de un centenar de países entre los que se encuentra la India. Una noche, tras un día agotador en Delhi, mi hija y yo decidimos visitar los centros que tienen a unos kilómetros de la capital. Son tres: una granja para alcohólicos y toxicómanos varones; un hogar para mujeres –varias de ellas procedentes de la prostitución– y parejas, y un centro para niños abandonados. Que alguien decida abandonar una buena ocupación laboral y un futuro profesional prometedor es algo que, como mínimo, me lleva a reflexión. No es fácil en el avanzado Occidente ocuparse de una mujer arrancada de las calles en las que vendió su cuerpo desde la infancia; sacar a un hombre de la droga o intentar criar a un niño sin padres. Puede imaginarse lo que eso significa en la India. No me refiero sólo a la escasez de medios. Pregunté a Keith, el australiano que dirige este centro de Betel cercano a Delhi, si no habían sufrido la intolerancia religiosa al tratarse de una institución evangélica. La respuesta, tranquila y sosegada, resultó contundente: «Bueno, en cierta ocasión, unos hindúes radicales quisieron quemar el centro, pero más allá de eso...». ¡Más allá de eso! Como si que pretendieran prender fuego a una obra que existe por puro amor a Dios y al prójimo fuera una minucia... Pero para Keith y para Lolita, su esposa, lo importante eran otras cuestiones como el nuevo centro abierto en Nepal o la expansión hacia el sur del subcontinente. Para millones de españoles, la Madre Teresa de Calcuta es la imagen del amor desinteresado afincado en la India. Como dejó de manifiesto Dominique Lapierre en «La ciudad de la alegría», gracias a Dios, el caso de la Madre Teresa no es el único y, seguramente, tampoco el más importante. Son centenares, quizá millares, los cristianos anónimos de todas las denominaciones que acuden a la India por unos días, unas semanas o toda una vida para ocuparse de limpiar, vendar y sanar unas heridas sociales innegables porque, a diferencia de lo que sucede en España, son difíciles de ocultar. Muchos de los que leen estas líneas, de los que han pensado alguna vez en la India, de los que incluso han viajado allí no han acudido a ninguno de esos centros. Sin embargo, en mi opinión forman parte de lo que debe verse y, si así se lo indicara su corazón, de lo que debe ser ayudado. Los que en ellos se dan día a día y minuto a minuto, han comprendido que son ciertas las palabras que pronunció Jesús y recoge el Evangelio de Mateo afirmando que lo que «hicieron con uno de estos pequeños a mí me lo hicieron».