Barcelona

Vuvuzelas

La Razón
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Mientras rescato datos y tomo apuntes, veo las retransmisiones del Mundial de fútbol sin sonido. Me he perdido, por ello, algunos goles. Miro el televisor y veo que Alemania y Australia empatan a cero. Vuelvo al libro, leo algunas páginas, y cuando me fijo de nuevo en la pequeña pantalla, Alemania le ha metido dos goles a los australianos. Mundial del silencio, por culpa de las vuvuzuelas. Todo menos soportar el ruido de moscardón empecinado de esas trompetas idiotas. El fútbol en silencio es una actividad muy rara. ¿Se figuran una faena de Antonio Ordóñez, o de «Antoñete» o de Curro Romero sin el clamor de los tendidos? Pues más o menos. No soy pesimista, pero mucho me temo que los intolerantes del tendido del «7» de Las Ventas, en el venidero mes de mayo van a presentarse con vuvuzelas de color verde. Las vuvuzelas son implacables. Y además, nadie sabe de donde han salido las puñeteras vuvuzelas. He tenido la fortuna de visitar en dos ocasiones Sudáfrica. Una nación prodigiosa, en todo recomendable menos para pasear de noche por las calles de Johannesburgo. Contando los días de ambas visitas, sumo en mi haber once jornadas sudafricanas. Y no había vuvuzelas. Nada tienen de étnicas ni tradicionales. Son de plástico y de todos los colores. La FIFA no tiene la obligación de permitirlas. Rompen el ambiente, el sonido tradicional de los estados de fútbol, y nos dejan a centenares de miles de aficionados sin el regalo de la palabra de los comentaristas, que en determinadas ocasiones, son tan interesantes y divertidas como el fútbol mismo. Nunca podré olvidar la del comentarista de Telemadrid, años atrás, cuando al percibir un cierto enfado en el público del Vicente Calderón por el juego del Atlético de Madrid, dijo textualmente: «Los pitos crecen en el Calderón». O cuando Míchel y José Ángel de la Casa, a la vista de un faisán correteando sobre el césped del «Camp Nou» de Barcelona, llevado hasta allí por un espectador cretino, mantuvieron una charla ornitológica surrealista que desembocó en una conclusión demencial. «Se trata de un urogallo». Y en el ciclismo televisado no se ha superado la admirativa opinión del locutor, que ante un ciclista holandés muy empeñado en escaparse del pelotón –lo que al fin, logró–, nos regaló a los seguidores del «Tour» de Francia: «Es que a Zoetemelk le pican mucho los pelotones».Pero retornemos a las vuvuzelas. Nos quedan por delante treinta días de vuvuzelas o un mes de fútbol silencioso. Es políticamente incorrecto criticar costumbres presumiblemente étnicas o tribales, y la FIFA no puede estar sometida a esas tonterías de «oenegé» necia. ¿Se figuran un partido en días navideños con los noventa mil espectadores del Bernabéu soplando un matasuegras? Pues bien. Cien matasuegras hacen el mismo ruido que una sola vuvuzela. De étnicas y tradicionales, nada de nada. Son sencillamente un coñazo sudafricano impuesto a todo el mundo. Los Campeonatos del Mundo y los Juegos Olímpicos no admiten vuvuzelas. El fútbol callado es de una tristeza y vulnerabilidad irritantes, y uno no está para entristecerse y hacerse más vulnerable por dos goles de más o seis de menos. Séame perdonada la discutible ordinariez. Si los sudafricanos no saben qué hacer con las vuvuzelas, que se las metan por el culo.