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Pombo: el Premio Nadal contra los cobardes
El escritor ha recibido el Premio Nadal por «El temblor del héroe», en la que hace una reflexión sobre la maldad de la inacción a partir de la historia de un profesor jubilado
Decía Jean-Paul Sartre que había que hacer el mal, porque el bien ya está hecho. Para el escritor Álvaro Pombo, esta máxima es un completo disparate, «y la prueba está en la situación presente». Lo deja claro en su última novela, «El temblor del héroe» (Destino), con la que el viernes ganó la 68 edición, del Premio Nadal. En ella, un profesor de filosofía jubilado se topa con un periodista que llega a su casa a entrevistarlo. Pronto establecerán un vínculo y el joven le pedirá ayuda para un amigo suyo, otro hombre de más de 60 años con el que mantiene una turbulenta relación. A pesar de que pronto los tres verán que este triángulo va encaminado al desastre, ninguno moverá un dedo para evitarlo hasta un trágico final que demuestra que la vida no es un asco, el asco son los hombres que la sustentan.
–¿No parece una novela muy optimista?
–Todo el mundo me pregunta por qué mis novelas son tan cabronas, pero yo lo veo de otro modo. Aquí acabo de una forma muy melodramática, trágica, pero no es pesimista. Sólo he querido transmitir a los lectores la fragilidad del bien, pero en lugar de desanimarnos, ha de enseñarnos que nuestra responsabilidad es sustentarlo. A lo mejor cada uno de nosotros únicamente es capaz de producir en nuestras vidas uno o dos actos buenos, pero eso ya vale muchísimo.
–Parece que, en la novela, el auténtico mal es la vejez
– Antes se decía que la mala edad eran los 40, cuando los hombres se cansan y abandonan a sus mujeres, pero la mala edad empieza a los 65, cuando empiezas a pensar que tu vida ya está acabada, que has hecho todo lo que tenías que hacer y uno empieza a preguntarse: y, ahora, qué. En un mundo de sombras, y te invade la pereza, no sólo física, sino moral.
–Ante esto, ¿no hay nada que hacer?
–Claro. Yo siempre digo que los viejos deberían cumplir lo que proclamaba T.S. Elliot, «un hombre viejo debería ser un viajero». Con esto no quiero decir que se apunten a viajes organizados a Bali, sino que es el momento de iniciar un viaje espiritual, empezar la verdadera aventura del espíritu y reinventarse.
– Estos dos jubilados parece que establecen una especie de relación vampírica con el joven hasta dejarlo seco.
–Bueno, no en un sentido sexual, aunque Héctor, el periodista, que es el auténtico héroe de la obra, sí que tiene una relación con el segundo jubilado y las circunstancia acaban por obligarle a prostituirse. Es más que los viejos sientan una especie de contrato vinculante con él. Te hemos mostrado el mundo, te hemos enseñado cosas, por lo tanto nos perteneces. Como lo que decían antes los hombres a las mujeres, «tú eres mía», y siempre acababa fatal.
–¿Hay algo más triste que una tragedia que podía haberse evitado?
–Ése es el gran qué de la novela, la pereza moral. Uno ha de aferrarse a las personas que quiere para que no se caigan, pero hoy da la impresión de que vivimos en una cultura del «preferiría no hacerlo», aunque tenemos la obligación de ver las cosas, de no ser topos. Tenemos un deber con las personas que nos muestran afecto.
–¿El mal radical es la inacción, no los actos voluntarios?
–Para que las cosas salgan bien, uno tiene que empeñarse mucho en que no salgan mal. Es como los políticos: «Nos salió mal», pero uno de sus 17 asesores podría haber visto a lo que, por ejemplo, esta crisis económica nos conducía. Cómo los bancos y los préstamos y después pasa lo que pasa y nadie puede hacer nada porque ya es tarde. Siempre hay algo que hacer, lo importante es el empeño.
–¿Tiene algo de usted este terrible profesor jubilado?
–Hombre, por edad, un poco soy yo, pero he superado a este personaje, soy mejor persona, aunque podría ser un cobarde como él, un hijo de puta, abandonarme al aburrimiento y la pereza moral y no intervenir. Para mí no hay mayor insulto que la palabra «cobarde», aunque bien es cierto que eso no significa que haya valientes que no sean unos indeseables.
–Se habla mucho de la crisis de valores, ¿el valor, la valentía, es el más importante de todos?
–Claro. Yo llevo desde 1977 hablando del hombre sin sustancia, del intelectual reprimido, sin fervor, mucho antes de que Kundera escribiese «La insoportable levedad del ser» o de los ensayos de Zygmunt Bauman. Perdone la pedantería, pero yo soy el inventor de este ser líquido, insustancial.
–Es una novela corta, de 200 folios, ¿no es tiempo para los grandes tratados?
–Estoy en un momento en que busco la condensación, frenar una tendencia clara a la reflexión desparramada. Está dividida en 23 secuencias, capítulos de 5 páginas en las que intento concentrar el tiro. Es lo que Henry James llamaba «Long Short Novels», como «Washington Square» y «Otra vuelta de tuerca». El entusiasmo se queda contigo.
Parlanchín y divertido
Álvaro Pombo, a sus 72 años, no está para muchas tonterías y lo que más le gusta es ser él mismo, es decir, un gran orador, divertido, explosivo, inesperado y lúcido. A veces lo lleva hasta el extremo, él lo llama «pombitis». «Ya desde niño me decían que entretuviese a las visitas. Venía la tía Rita o Laura y allí iba yo a explicarles historias. Tengo esa habilidad de hablar sin parar y sin perder el hilo», comenta. Su última novela, asegura, ni siquiera la ha escrito propiamente dicho, sino que la ha dictado a tacadas y después un secretario le leía las páginas y él marcaba las correcciones. «Yo vivo en un mundo de contar cosas, soy un ser oral. No es por nada, pero tengo eso que se llama labia. Qué puedo decir, soy muy parlanchín, muy divertido». El escritor es efusivo y parece gesticular con las palabras, que le salen de forma torrencial, mezclando citas eruditas, reflexiones filosóficas, análisis de la actualidad y chistes, todo a la vez. «El entusiasmo es la clave de las grandes empresas», comenta. Otra vez se compara con Henry James. «Ya en su vejez, se sentaba fumando en pipa y dictaba sus novelas, como "La copa dorada". Así soy yo», dice.
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