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Taza de café por José Luis Alvite
Camino de cumplirse el cincuenta aniversario de su muerte, Marilyn Monroe parece que ha dejado de ser un símbolo del atractivo sexual para convertirse en una mujer inocente y desdichada a quien compadecer. Eso es al menos lo que sugieren las fotos que le hizo su amigo Milton Green en el ámbito de la intimidad doméstica, lejos de los focos, sobre todo cuando vivía en Nueva York y no necesitaba adoptar poses de diosa carnal pensando en lo comestible que pudiese ser luego la portada de cualquier revista. A mí me gusta particularmente esa Marilyn íntima y desdichada que se refugia del frío emocional de su vida sujetando con las dos manos una taza de café. Era como si quisiese desmentir su imagen de chica para el revolcón y sustituirla por el perfil de una muchacha que lo que de verdad necesitaba era a alguien que hablase con ella hasta muy tarde en la cocina. Es evidente que muchos hombres la desearon y pretendieron darle los caprichos más caros y regalarle la vida más lujosa a cambio de saborearla, sin darse cuenta de que la verdadera Marilyn era tal vez la que nos llega desmitificada en el legado fotográfico de Milton Green, una muchacha aterida de soledad que lo que necesitaba no era un Cadillac fucsia en la puerta, sino la americana de Truman Capote sobre sus hombros. Cuesta creer que el escritor Henry Miller no fuese capaz de comprenderla. A lo mejor es que el escritor la estudió desde la inteligencia, cuando lo que deseaba Marilyn a su lado era a un hombre cariñoso y atento que se diese cuenta del preciso instante en el que una chica como ella lo que necesitaba no era un diamante, un achuchón o un halago, sino una mirada que pareciese ropa. Esa Marilyn casera y asustada es la que me gusta, seguramente porque nunca encontré por la mañana en la taza del café el borrador de unas manos como las suyas.
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