Asturias
Ortografía: una para todos y todos para una
La lengua española ha sufrido a lo largo de su historia varias y profundas reformas. En casi todas ellas, han intervenido instituciones y hombres con visión de Estado. Por ejemplo, en la del siglo XIII, fue el rey Alfonso X el Sabio el impulsor y quien dejó señaladas de su puño y letra las reglas específicas de la plasmación sistemática del español medieval.
En cambio, la segunda, que representa la Ortografía de Nebrija (1517), está promovida por la cultura humanística. En ella, la elocuencia clásica exigía libros de texto, repertorios didácticos y lecturas sujetas a códigos escolares para facilitar el acceso a los saberes, como propugnaban Luis Vives y Simón Abril. Así fue como el castellano se hizo lengua internacional de entonces con su difusión por Europa y América. La tercera reforma, la del siglo XVIII, está inspirada por el respaldo absoluto del Rey a la acción de la Real Academia en la que había entrado lo más granado de la sociedad ilustrada. Fue la reforma más técnica de cuantas ha sufrido nuestra lengua.
Siglo XVIII, normas clave
En efecto, la RAE publicó su primera ortografía en 1741. Pero recopiló y aplicó los tres principios que guiaron dicha reforma: la etimología, el uso y la pronunciación desde el inicio de la elaboración del «Diccionario de Autoridades» (1726-39). Prosiguieron puliéndolos y afinándolos en la reforma de 1763 y, finalmente, en 1815 la RAE presentó una ortografía que con leves modificaciones posteriores está vigente hoy. La cuarta reforma ortográfica, la del siglo XX, nace de la necesidad de preservar la unidad del hispanismo. Desde principios del siglo XX, lingüistas del Centro de Estudios Históricos y la acción de la RAE en coordinación con las correspondientes de Hispanoamérica trataron de conjurar, a una orilla y a la otra del Atlántico, el peligro de fragmentación lingüística. Pero un paso importantísimo en esta dirección fue la reunión del Primer Congreso de las Academias de la Lengua en México (1951) en donde se constituyó una Comisión Permanente. Se han sucedido luego Congresos, y fue en el de Madrid, en 1956, en donde ya con la voz y el voto de las Academias americanas se elaboró la nueva reforma de 1959, ejemplo de la atinada y gradual transformación de las normas de nuestra lengua.
Desde el siglo XVIII, ninguna reforma ha desatado tanta polémica entre los hispanohablantes como las reformas ortográficas de la RAE. El aluvión de críticas y eufemismos difundidos por tirios y troyanos resultaría algo insólito e incomprensible si se carece de perspectiva histórica.
La reforma ortográfica no es una más. Una vez establecida, cualquier modificación, incluso leve, hace estremecer el esqueleto del edificio y origina incomodidades sin número. Por ejemplo, entre las consecuencias inmediatas, cabe señalar, en primer lugar, que inutiliza multitud de textos literarios o de otro tipo y, en segundo, que obliga a actualizar la transmisión escolar de los saberes en donde la lengua no es solo un contenido curricular, sino también la puerta principal para todos los demás.
La «mayusculitis»
Por consiguiente, si las normas ortográficas de 1959 y la Ortografía de 1999 comparan las aparecidas en el Diccionario Panhispánico de 2005 se constatará que este «constituye el arsenal básico para construir una nueva edición de la Ortografía (2010) más amplia, más detallada y minuciosa», como se afirma en el prólogo.
Cifrar las críticas en la propuesta desafortunada de la denominación de alguna letra como la «b», la «w» o la «y» o centrar la atención en la desaparición opcional de alguna tilde en palabras como el adverbio «solo» no pasa de ser anecdótico. Parece más difícil de explicar la ordenación alfabética distinta de los dígrafos «ch» y la «ll». Pues, representando fonemas diferentes, aparecen agrupados con las letras «c» y «l». No considero que la aportación de esta obra se pueda reducir a esto: hay cosas notablemente destacables como las tendentes a evitar la «mayusculitis» (proliferación injustificada de las letras mayúsculas), a resolver los problemas que plantean los extranjerismos o a orientar la ortografía que plantean los nuevas tecnologías de la comunicación.
Puede que muchas de las reformas pensadas, pero no ejecutadas por precipitación y por falta de consenso, quedaran inéditas. De ahí, que se afirme que no presentan mayores novedades y que se resalte la coherencia, exhaustividad y simplicidad de las reglas. Es muy saludable que así sea y que se haya buscado la racionalidad en las normas, pues eso también forma parte de la inevitable orientación escolar de las anteriores reformas, por más que ahora se critique. Ello responde a un excesivo cientificismo que no demanda ni puede valorar el hispanohablante. En cambio, está reclamando una ortografía no para especialistas o filólogos, sino para el común de los mortales. Esa ha sido siempre la finalidad de la Corporación Académica y ha dejado las elucubraciones o debates teóricos para atrevidos autores particulares.
Ahora, con la reforma ortográfica se reaviva la vieja controversia entre los partidarios de la simplificación y adaptación a la pronunciación, denominada ortografía fonética, y los seguidores del criterio etimológico y del uso.
Entre uso y pronunciación
Los primeros abogan por simplificarla eliminando del alfabeto letras como «h», «v», «q», «x», «k» por no significativas o duplicadas; los segundos, aun abrazando el principio fonético de escribir como se habla, exigen que éste sea ley consentida por todos. Como dijo el latino Horacio, el uso es el árbitro y señor de las lenguas. En este sentido, el proceder de la Real Academia Española y la Asociación de las Academias es impecable. Aducen argumentos tan sólidos como el de tratarse de una ortografía panhispánica de la lengua escrita cuya funcionalidad, si se adoptara una ortografía plenamente fonética, desaparecería. Y, como velar por la unidad idiomática más allá de los particularismos ortográficos no consensuados corresponde a las Academias de la Lengua, «el triunfo de la ortografía académica es el triunfo de la unidad panhispánica», en palabras de Ángel Rosenblat.
La unidad del español
Víctor García de la Concha, director de la Real Academia Española (hasta el próximo día 9, en que termina su mandato al frente de la Docta Casa), dice que «la Ortografía es sagrada como norma» y frente al revuelo que se ha organizado con la nueva edición, que se presenta el día 17 en un acto presidido por los Príncipes de Asturias, comenta que los cambios que se han introducido no son sustanciales por un motivo muy concreto: «No se puede poner en juego la unidad que tiene el español», informa Efe. Y es que para este experto en literatura del Renacimiento y del siglo XX, «tocar algo de la Ortografía es como tocar el alma. Cualquier pequeño cambio cuesta sudor y lágrimas», y apostilla que «nunca avanza por revoluciones sino por evolución». De la Concha insiste en que lo aprobado en San Millán de la Cogolla no era un texto definitivo, sino que tenía que ser sometido al pleno de cada Academia de la Lengua, no obstante deja una puerta abierta: «Quien quiera seguir diciéndolo como siempre, que lo haga».
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