Historia

Cataluña

Una memoria olvidada: Caspe por Luis Suárez

La Razón
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Coinciden en este año de 2012 muchos aniversarios que afectan a la vida española y, con ella, a la de Europa. De un modo explicable, sin embargo, se ha omitido uno que, de acuerdo con el parecer de los historiadores, reviste una gran importancia: el «compromis» de Caspe que, algunos, con evidente exageración prefieren considerar como el latrocinio, equivocando los términos como se hace también con Felipe V. En el momento de la muerte de Martín el Humano se produjo un vacío en aquella que se llamaba «Corona del Casal d'Aragó» porque su heredero había fallecido poco tiempo antes, sin que él llegara a elaborar un testamento que reconociera al «príncipe con mejor derecho». Y entonces la Diputació del General de Cataluña tomó una decisión singular y de enorme importancia: había que encomendar a un grupo de expertos que decidiese, de entre los cuatro aspirantes, todos los parientes directos, tenía mejores derechos. Se estaba viviendo un tiempo difícil. Desde hacía más de un siglo Europa estaba sufriendo los efectos de una «gran depresión» económica que era consecuencia del desajuste en los modos y medios de producción. Y Cataluña era una de las víctimas más importantes. Entonces, como ahora, quienes verdaderamente querían a Cataluña estaban convencidos de que sin el mantenimiento de la unidad sería imposible escapar de la trampa. De ahí la decisión: no importaba quién fuese el designado para ceñir la corona; lo importante era mantener la unidad. Y, como siempre, los catalanes no se equivocaban. Los demás reinos tomaron la misma decisión. Lo importante era conservar la unidad en una amplia Monarquía a la que andando el tiempo también Castilla vendría a incorporarse. Hace ya años Menéndez Pidal, en aquel excelente prólogo a uno de sus tomos de la Historia de España, en el que curiosamente Jaime Vicens Vives y yo, figurábamos como colaboradores.
De Jaime, el gran amigo, y de Ferrán Soldevila, a quien mucho admiraba, he aprendido la lección de Caspe. Cataluña no se equivocaba. Y aunque el conde de Urgell contara con partidarios, Fernando era también regente en Castilla. Por consiguiente, los esfuerzos del comercio castellano, que se había conseguido superar la depresión, volcados hacia el Mediterráneo, fueron vehículo para que se emprendiera la recuperación de la economía de los reinos orientales de aquella Monarquía que contaba ya con su primer documento constitucional, Ordenamiento de Casa y Corte, que incluía el primer embrión de la modernidad: la separación entre los tres poderes: legislativos, ejecutivo y judicial, que garantizaban las libertades de los súbditos.
Caspe debe figurar, pues, como uno de los pilares de la Monarquía española, y como una garantía de libertad. No puedo compartir la opinión de quienes afirman que no fue así. Ciertamente Valencia obtuvo mayores beneficios que Barcelona, tal vez porque estaba más abierta a las estructuras nuevas del comercio, sin encasillarse como hacía Cataluña, en formas que pertenecían definitivamente al pasado. Es cierto, en cambio, otro hecho. Los hijos del rey Fernando se equivocaron. Para Alfonso, el heredero, lo importante era darle una patada a su mujer castellana, y engolfarse en las aventuras de un reino de Nápoles que le haría Magnífico o Magnánimo. Para sus hermanos lo importante estaba en Navarra o en los señoríos de Castilla. De modo que Cataluña se sintió decepcionada porque no se estaban tomando las medidas oportunas.
Pero a este mal, que Vicens y Soldevila me explicaron muy correctamente, siguió otro peor. Recurrir a la ruptura. Aprovechando la muerte del heredero, Carlos, príncipe de Viana, el patriciado catalán, que cargaba sobre sus espaldas la responsabilidad por el mantenimiento de una servidumbre, la «remensa», decidió recurrir a la ruptura. Es curioso hacer notar que el primero a quien acudiera para que se proclamara rey era a Enrique IV de Castilla. Tal vez ignoraban la fuerte incapacidad de éste. Pero había, entre líneas, un mensaje: sólo de la unión con Castilla puede venir la solución al desequilibrio (desgavell) que aquejaba a la economía de Cataluña. El separatismo trajo la guerra y, en definitiva, la pérdida de un trozo del Principado en beneficio de Francia.
Sin embargo las cosas se enderezaron al fin como en Caspe se supusiera: la unidad era un bien, la separación un mal. Y con el nieto de Fernando que llevaba su mismo nombre, vino la solución. Él se había casado con Isabel, la heredera de Castilla y, ahora, la Monarquía contaba con un nuevo y poderoso elemento. Gracias a la aportación castellana, que otorgó y defendió monopolios mercantiles catalanes, el desgavell fue sustituido por el «redreç». Comenzando por aquellos campesinos que fueron liberados de las obligaciones de la servidumbre convirtiéndose en propietarios de la tierra que con sus manos cultivaban. Y haciendo que los ingresos de la Generalidad permitieran absorber la ominosa deuda pública. No es extraño que los catalanes mostrasen hacia Isabel todavía más afecto que a su marido. Los que acaudillaran la rebelión estaban ahora incorporados a cargos directivos.
Por favor, señor Mas: ponga atención al pasado y desde un profundo amor a Cataluña, no equivoque los pasos. Ante todo no nos prohíba querer a Cataluña tanto como la queremos. Y comprenda que la lección de Caspe sigue teniendo validez. Sin la unidad entre los reinos el compartimiento de sus valores nunca sería posible escapar de esta depresión, que es un fenómeno que se presenta con alguna regularidad dentro del saber histórico. Cataluña, España y Europa deben ser salvadas, pero desde el profundo amor que las valora y desde la colaboración estrecha que les conviene nunca ha sido Cataluña un principado independiente; y cuando algunos dirigentes lo intentaron, acabaron tropezando con la terrible experiencia de un fracaso. La unidad en la pluralidad es una forma política superior.