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El método Tarrés por Pedro Narváez

La Razón
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El esfuerzo es un estigma. Nos hemos acostumbrado a conseguirlo todo con un chasquido, tanto que acabaremos señalando al que hace abdominales por imbécil y no acudir al quirófano del cirujano plástico. Anna Tarrés, la ex entrenadora del equipo de natación sincronizada, inunda estos días las páginas deportivas por ser muy dura con sus alumnas. ¿Acaso alguien pensó que una medalla olímpica se gana tomando unas cañas después del trabajo? Pueden ver las imágenes que circulan por Youtube para comprobar cómo es la selección de niños chinos llamados a ser los gimnastas del futuro. Eso sí es el horror. Colgados de sus manitas hasta las lágrimas mientras sus entrenadores los retuercen como si fueran chorizos. ¡Cuánta flexibilidad puede alcanzar un ser humano si se le tortura lo suficiente! Pero hablamos de adolescentes libres. Ya me hubiera gustado tragarme mis vómitos –como cuentan que hacían las nadadoras– si en un lugar de honor de mi casa luciera una medalla de oro. Al cabo tragamos vómitos muchas veces en una vida con la recompensa de una patada en el culo. Ah, la excelencia, esa quimera para la que sólo están preparados los superhombres y las supermujeres que hoy serían llevados a la hoguera por una multitud de mediocres laxos y aburridos que sólo aspiran a morir limpios un día. ¿Es que quieren encargar las medallas por teléfono como una telepizza? En breve necesitaremos tragarnos el vómito no para subir al pódium sino para sobrevivir. Lo peor de todo es que llamándonos inteligentes los hombres no hayamos caído todavía en la piscina de la realidad donde tan necesaria es una Tarrés que llame a las cosas por su nombre. Bajito. Viejo. Barrigón. Y así hasta que trabajemos por ser no mejores sino los mejores, al menos por un día, como los héroes de Bowie.