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Mirada al alma por Santiago Martín

La Razón
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Tener a un hermano Papa no es frecuente. Si ese hermano es sacerdote, aún lo es menos. Por eso hay tanta expectación en torno al libro de Georg Ratzinger, que lleva precisamente ese título: «Mi hermano, el Papa». Gracias a él hemos sabido detalles que son como una ventana abierta al alma de un gigante de la sabiduría y la fe como es Benedicto XVI. Nos hemos enterado de cómo era el hogar en el que creció: un hogar en el que la mamá cantaba canciones a la Virgen mientras fregaba los platos y el papá tocaba la cítara. También hemos sabido que ese mismo padre les prohibió formar parte de las juventudes de Hitler y que al Papa, ya desde niño, no le gustaba hacer deporte. Gracias al mayor de los Ratzinger sabemos que Benedicto XVI siempre logra encontrar un rato para distraerse viendo las aventuras de un perro policía en «Comisario Rex» –por cierto, cuando le eligieron Pontífice, algunos le llamaron el «pastor alemán», seguramente sin saber que Rex, un perro de esa raza, era su estrella favorita–. No nos hace falta leer ese interesante libro para saber que detrás del vicario de Cristo se esconde un maravilloso, humilde y hasta tierno ser humano. No nos hacía falta, porque basta con mirarle a la cara y ver sus ojos dulces y pacíficos para saberlo. Pero este libro nos ayuda bastante, completa lo que ya intuíamos y nos lleva a darle la razón al cardenal Meisner, de Colonia, cuando antes de empezar el cónclave del que salió elegido Ratzinger como Papa dijo: «Los católicos necesitan un líder que sea, al menos en algo, extraordinario». Benedicto XVI lo es. Es un extraordinario ser humano.