Crítica de libros

Señor de las metáforas por Antonio PUENTE

La Razón
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Los árboles tienen «un color teatral» y «el roble es un alce convertido en piedra», expresa, como una extrema añagaza, cerrado el telón todavía, para captar su primordial interés poético: la íntima correspondencia entre la naturaleza y los estados del alma humana, sin que esa servidumbre de espejo excluya la propia psicología del paisaje. La herencia simbolista de sus compatriotas Swedemborg y Strindberg, Tranströmer la derrama en una polifonía de difícil síntesis, ventrílocua y colage, que incluye por igual intimismo y realismo, expresionismo y surrealismo, misticismo y coloquialidad. El poeta se quita de en medio con advertir: «Tengo un diploma en la universidad del olvido y estoy tan vacío como la camisa que se seca en el cordel», para cederle protagonismo a la autobiografía del paisaje.

A partir, justamente, de imágenes prosaicas y máculas psicológicas, no hace sino reforzar, por omisión, el ideal de la pureza musical. Sabe de la relatividad de las palabras para acometerlo, pues «lo salvaje no tiene palabras»; y la nieve recurrente de sus poemas sólo cabe en esta exclamación: «¡Las páginas no escritas se ensanchan en todas direcciones!». Desde su concepción sonámbula de la naturaleza no hace distingos entre realidad y ensueño, y es ahí donde cojean las palabras: «En la rendija entre en vela y el sueño una gran carta intenta colarse en vano». Por eso mismo, el cielo de la escritura está a medio hacer; y bajo él, «los recuerdos me miran, me persiguen»... son los venados que le arrastran en el trineo del poema.


Antonio Puente