Berlín
Avance editorial: «Regreso a Berlín 1945-1947»
El periodista William Shirer fue testigo del ascenso de Hitler y de su caída. Sus últimas crónicas son un preciso relato de la vulgaridad del nazismo
Allí está Göring, sentado en la primera fila de asientos de las dos que componen el banquillo de los acusados. Es el puesto del número uno, y sorprende ver que, al final, ha conseguido su vieja ambición de convertirse en el número uno de la jerarquía nazi, aunque no precisamente como siempre había soñado. A primera vista, apenas consigo reconocerlo. Ha perdido mucho peso; «treinta y cinco kilos», me susurra un médico del ejército de Estados Unidos. Su rostro grueso y mofletudo, con el estaba yo familiarizado, es ahora mucho más delgado. Parece más joven y más saludable una vez desaparecido el exceso de peso y remediada su adicción a las drogas; dos hazañas del cuerpo médico de nuestro ejército. Su descolorido uniforme de las fuerzas aéreas, desprovisto de los emblemas y de las medallas por las que sentía una afición pueril, le queda hoy holgado. Apenas puede pavonearse ahora en él. Y ha desaparecido su corpulencia, su antigua arrogancia, su ampulosidad. Es verdad que permanece sentado durante las cinco horas y media que dura la sesión de apertura del juicio con aire apagado, aunque atento y alerta a todo cuanto sucede. A menudo inclina el cuerpo en busca de los auriculares y, con un gesto que es casi sumiso, casi humilde, se los lleva a la cabeza y se los ajusta para poder escuchar la traducción simultánea al alemán de algo que están diciendo en inglés, francés o ruso.
Un simpático radiotelegrafista
En tales momentos no puedo evitar el pensamiento de que parece más un simpático radiotelegrafista de un buque en alta mar que el antiguo tirano al que tan a menudo he oído vociferar amenazas contra el mundo. Es asombroso cómo puede un giro del destino reducir a un hombre a su tamaño normal. Junto a Göring está sentado Rudolf Hess, el número tres del Tercer Reich hasta su ridículo vuelo a Inglaterra. Sin duda se preguntarán ustedes de nuevo cómo es posible que ese hombre haya sido uno de los máximos líderes de una gran nación. Realmente es un hombre roto, con la cara tan demacrada que recuerda a una calavera, con un tic que le tuerce nerviosamente la boca y con unos ojos, antes brillantes, que ahora miran con expresión ausente todo cuanto ocurre en la sala. Es la primera vez que veo a Hess en uniforme. Con la guerrera negra de las SS, siempre me había parecido un tipo fornido. Hoy, con un raído traje de paisano, lo veo pequeño y arrugado. A diferencia de los otros, presta escasa atención a lo que está ocurriendo y, durante casi todo el tiempo, permanece sentado leyendo una novela que sostiene apoyada en las rodillas. Sabemos que afirma haber perdido la memoria, pero a mí me parece que se comporta con bastante normalidad. Jamás fue brillante y, ciertamente, tampoco se le nota brillante ahora. Es su deterioro lo que llama la atención. He aquí la ruina de un hombre al que no hace mucho Hitler deseaba nombrar su sucesor como dictador de Alemania.
El que sigue en la fila es el insoportable embaucador Joachim von Ribbentrop, el antiguo ministro de Asuntos Exteriores de Hitler. ¡Cuántas veces en los malos tiempos tuve yo que desplazarme al Ministerio de Exteriores de la Wilhelmstrasse para ver cómo este arrogante papanatas convocaba una conferencia de prensa para anunciar, entre gruñidos de autosuficiencia, que otro país inocente y decente había provocado a Alemania obligándola a atacarlo! Este antiguo vendedor de champán alemán, malvado, fatuo, mezquino e inculto, y que había conseguido casarse con la hija del patrón (Henkell, el rey del champán alemán), sólo en los bajos fondos del nazismo hubiera podido procurarse el relativo relieve que alcanzó. Muchos dentro del Partido Nazi consideraban excesivas su arrogancia y su vanidad, pero, por la razón que fuera, a Hitler le caía bien y lo mantuvo hasta el final como chico de los recados en el Ministerio de Exteriores. Una ojeada basta hoy para advertir que el curso de los acontecimientos ha echado también por tierra todos los manejos de este pequeño gusano intrigante. Ahora se le nota encorvado, vencido y envejecido más allá de cuanto pudiera esperarse. Durante un descanso pasa a mi lado, escoltado por dos guardias, para ir al lavabo. Tienen los hombros caídos, pálido el rostro y la mirada ausente; es, en definitiva, la más viva imagen de un hombre derrotado, roto, que yo haya visto nunca.
En el banquillo, a la izquierda de Ribbentropo, está sentado Wilhlem Keitel, que viste un uniforme de oficial del ejército descolorido y desprovisto de todos los distintivos. Había algo en este antiguo mariscal de campo y jefe del Alto Mando que evocaba siempre al aguerrido prusiano que era. Yo lo había observado de cerca en Compiègne, cuando, por encargo de Hitler, dictaba a Francia las condiciones del armisticio en los tristes días de junio de 1940. Recuerdo lo ufano que estaba entonces, como todos los alemanes cuando están en lo más alto, siempre pavonéandose cuando camina luciendo ladeada su gorra. Hoy ya no hay nada de pavoneo ni ufanía en el porte del viejo mariscal del campo. Se le nota demasiado sometido también, aunque no es el hombre roto como la mayoría de los otros. El asesinato de tantos seres humanos no parece pesar sobre su conciencia. Obviamente, sigue teniendo buen apetito. Masca continuamente galletitas saladas... de una ración K del ejército norteamericano.
A su izquierda, medio en cuclillas, está Alfred Rosenberg, el farsante «filósofo» y, por un tiempo, mentor de Hitler y del movimiento nazi. Él también ha perdido peso, le ha desaparecido la hinchazón de su cuadrado rostro amarillento y parece más joven y sano que la última vez que lo vi. Vestido con un traje de color marrón oscuro, este aburrido y confuso pero peligroso estonio, que contribuyó tanto a los odios raciales de los nazis, que supervisó el expolio de obras de artes de los países conquistados y que inicialmente, ayudó a dirigir el espantoso exterminio de la población eslava en los territorios rusos ocupados, está sentado nerviosamente en el banquillo, atento a todas las palabras, sin poder evitar que le tiemblen las manos.
William SHIRER
FICHA
- Título del libro: «Regreso a Berlín. 1945-1947»
- Autor: William Shirer
- Edita: Debate
- Sinopsis: El norteamericano William Shirer fue uno de los grandes periodistas de la segunda Guerra Mundial, cuyo trabajo se centró sobre la Alemania de Hitler. Sus crónicas para la CBS son ahora legendarias, un ejemplo de periodismo veraz, sincero y comprometido, características que llamaron la atención a los dirigentes del Tercer Reich. A pesar de que Shirer era un maestro en sortear la censura, finalmente fue expulsado de Alemania, donde se instaló como corresponsal en 1934. Este último libro es el resultado de su regreso, en 1945, a un Berlín devastado, una vez caído el régimen nazi, y de una diario que escribió como testimonio de lo que realmente estaba pasando.
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