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Hombre fantasma

La Razón
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Nueva York, una ciudad en la que perseguir a toda prisa un instante, es madre pagana y pare edificios como catedrales modernas, criaturas de neón y ladrillo. Decía Orson Welles que incluso las catedrales, las obras más longevas del ser humano, son motas de polvo en la inmensidad del tiempo. Rudolf Giuliani, millonario y alcalde-coraje de NY cuando Al Qaida la dejó huérfana de sus Dos Gemelas, ha dicho que Ben Laden era sólo un símbolo. Quizá ha querido decir que era sólo un hombre, porque como es sabido, un individuo, por muchas que sean las virtudes que lo adornan, no puede ser más que un hombre, imposible blindar la osamenta contra el paso del tiempo ni dormir en dos camas a la vez. Uno no nace símbolo, sino que acaban haciéndolo por actitud y avatares y éste, Bin o Ben, se ha recreado en la fama de ser el enemigo número uno del mundo también gracias a una campaña de imagen mundial. Al conocer (¿?) los detalles (¿?) sobre su muerte, los comentaristas reiteran en la radio una expresión: «Estoy casi convencido» de que murió así o de la otra manera. Los casi convencidos hablamos de un tipo que estaba construido sobre cuatro trazas. Pasada una década, cuando la otra madrugada los boletines certificaban su desaparición, pensamos que habían cazado no a un símbolo y ni siquiera a un hombre, sino a un fantasma de finales del siglo XX.