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El vicio de morir
Nunca encontré interesantes a las personas que no sienten tentaciones y menos aún me resultan divertidas aquellas otras que no sucumben a ellas. En mi vida noctámbula creo haber descubierto que las conversaciones más amenas las he tenido por lo general con personas cautivas de algún vicio, hombres y mujeres de existencia irregular cuyas vidas a menudo consistían en hacer tiempo mientras un inesperado y discutible golpe de suerte demoraba su ingreso en prisión. El empresario de un cabaré que funcionaba muy bien a deshora a las afueras de la ciudad me contó hace ya unos cuantos años que sus mejores clientes no eran exactamente los que pagaban sus consumiciones al instante, sino aquellos otros remolones cuyas deudas se amontonaban durante meses y les obligaban a volver casi cada día mientras se las ingeniaban para hacerse con el dinero necesario para saldarlas. Yo no dudo de que el afecto una a las personas, pero es difícil discutir que las deudas crean relaciones más duraderas y lazos más difíciles de romper. Los vicios suelen generar endeudamiento y el endeudamiento obliga a cierta lealtad con el acreedor. Aquel tipo me dijo: «Si de verdad quieres tener a una persona pendiente de ti toda la vida, préstale dinero a alguien de quien sepas que jamás lo podrá devolver». El empresario de aquel cabaré tenía por costumbre contratar como músicos y cantantes a tipos cautivos de algún vicio insuperable. Según él, «son menos exigentes, se esfuerzan más y hacen su trabajo con la evidente calidad de quien sabe que el hambre y las deudas son más estimulantes que el automático aplauso del público». Mi amigo C. P. tocó durante meses el piano en aquel local y lo hizo siempre con una mezcla de inspiración y necesidad, consciente de que su talento le serviría in extremis para saldar con su precario caché las deudas contraídas cada noche mientras alternaba con las fulanas en la barra del club. Podía haber sido respetable pianista en un buque de crucero por el Mediterráneo o tocar sonatas para turistas sin oído en el vestíbulo de cualquier hotel de lujo, pero mi amigo sabía que de donde le venía aquel entusiasmo profesional no era de sus conocimientos académicos, sino de la penetrante mirada de sus acreedores mientras en aquella penumbra de humo tocaba «Casablanca» teniendo en el atril del piano la partitura de «Verano del 42». Una noche, poco antes de morir, me dijo: «Mi vida ha sido una agradable y demoledora sucesión de vicios. Estoy en la ruina y por eso llevo puestos unos pantalones sin bolsillos. Creo que estoy en condiciones de encajar sin aspavientos el jodido vicio de morir».
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