Barcelona
El grano y la paja
En Catalunya, como en toda España, lo que verdaderamente importa es salir de esta crisis económica.
Convergencia i Unió ha demostrado en no pocas ocasiones su sentido de estado. Primero con Felipe González y más tarde apoyando al Gobierno minoritario de José María Aznar entre los años 96 y 2000. Esta actitud no ha sido incompatible durante muchos años con los coqueteos soberanistas de algunos de sus más destacados dirigentes, lo que, en ocasiones, ha mostrado una cierta esquizofrenia que alcanzaba su máximo esplendor el pasado fin de semana con el propio president de la Generalitat votando a favor de la independencia de Catalunya en el referéndum de cartón piedra celebrado en Barcelona. Eso sí, el señor Mas dejó claro que había acudido a depositar su papeleta a título personal. Como si fuera posible disociar el cargo institucional de la persona. Y todo ello para anunciar después que en la votación celebrada ayer en el Parlament iban a votar en contra. Contradicción en estado puro que ha molestado a no pocos votantes que el pasado otoño dieron su voto a CIU para acabar con los devaneos e insensateces del tripartito del que el PSC se mostró cautivo, cuando no cómplice, durante ocho años. Esos mismos votantes están ahora boquiabiertos ante estos juegos peligrosos que patrocina una minoría de la sociedad catalana pero que parecen haberse impuesto como referente de esa gran falacia que es lo políticamente correcto. En Catalunya, como en toda España, lo que verdaderamente importa es salir de esta crisis económica y de valores que amenaza con tenernos postrados hasta bien entrada esta década recién estrenada. Por eso no se entiende que Artur Mas y los suyos pierdan el tiempo en acciones de vodevil cuando tienen por delante una tarea ingente para devolver a Catalunya al lugar que le corresponde en el conjunto del Estado. Un lugar preeminente, con vocación de locomotora y no de vagón restaurante donde se practica la política de salón. El llamado pacto fiscal que se reclama desde la Generalitat podría, y lo pongo en condicional, ser viable si se plantea con inteligencia y con esa mesura que en tantas otras ocasiones han demostrado los convergentes. Pero para ello es necesario, en primer lugar, separar el problema económico de los fantasmas de agravios comparativos y sueños de soberanía que nada tienen que ver con la realidad y los anhelos de la inmensa mayoría de los catalanes. Separar el grano de los dineros, de la paja que significa la manipulación de los sentimientos. Quizá así desde el resto de España se entienda mejor lo que de verdad desean en Catalunya sin suspicacias ni malos rollos, como dirían los chavales de ahora. No es verdad que los problemas de aquella comunidad tengan su origen en el centralismo feroz de los partidos nacionales y, por lo tanto, de Madrid. Como tampoco lo es que los catalanes recelen por norma de todo aquel que viva del Ebro hacia abajo. Claro que si algunos se empeñan en conseguir que así sea como lo están haciendo desde las dos orillas, terminarán por conseguirlo creando un problema realmente serio donde, de momento, no lo hay.
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