Derecho laboral
Ni Estado de Alarma ni militarización por Ricardo MUÑOZ GARCÍA
En las líneas que siguen sólo se busca, sin más pretensiones, examinar someramente desde el ángulo estrictamente jurídico, la respuesta dada por el Gobierno los días pasados al grave conflicto producido con los controladores aéreos, que ha dado lugar a la declaración del Estado de Alarma y a la militarización de los controladores. Como quiera que se mantenga el Estado de Alarma no se trata de un ejercicio puramente teórico, sino que conserva elementos potencialmente relevantes en la práctica.
El artículo 116 de la Constitución trata de los estados de anormalidad constitucional, algunos de los cuales permiten, en los términos del artículo 55.1, suspender generalizadamente algunos de los derechos fundamentales reconocidos en el título primero. Tal regulación ha sido desarrollada por la Ley Orgánica, 4/1981, de 1 de julio, y es a la que ha acudido el Gobierno, por vez primera desde la vigencia de la Constitución, en los hechos de todos conocidos.
Los estados de anormalidad constitucional son los de alarma, excepción y sitio. En primer lugar, entre ellos existe una graduación de gravedad y, así, sólo los dos últimos permiten suspender derechos fundamentales y sólo el de sitio –en los términos del artículo 117.5 de la Constitución– ampliar la competencia de la jurisdicción militar en tiempo de paz. A continuación, en lo que hace a los casos en que procede, en líneas generales, el primero está asociado a calamidades naturales, el segundo tiene que ver con alteraciones del normal funcionamiento de las instituciones democráticas y los servicios públicos esenciales para la comunidad, y el último se aproxima a situaciones propiamente bélicas (por eso se llamó en el viejo constitucionalismo decimonónico «estado de guerra»). Desde el ángulo de la competencia para su declaración, finalmente, el de alarma lo acuerda el Gobierno (dando cuenta al Congreso de los Diputados), el de excepción también (si bien en este caso el Congreso debe autorizarlo), mientras que el de sitio lo declara el Congreso a solicitud del Gobierno.
En el caso presente se optó por el de alarma, el de menor gravedad y el más fácilmente declarable, al no precisar del Congreso, fundándose en la letra c) del artículo 4 de la Ley Orgánica antes citada: «Paralización de servicios públicos esenciales para la comunidad, cuando no se garantice lo dispuesto en los artículos 28.2 y 37.2 de la Constitución y concurra alguna de las demás circunstancias o situaciones contenidas en este artículo». Esto es, cuando no se hayan asegurado los servicios mínimos en el ejercicio del derecho de huelga o de adopción de medidas de conflicto colectivo, pero siempre que se esté en presencia además de una catástrofe o desgracia pública (terremotos, inundaciones, etc.), de una crisis sanitaria (epidemias, etc.) o situaciones de desabastecimiento de productos de primera necesidad. Así pues, no parece que sea acertado el encaje de los hechos en el caso del Estado de Alarma alegado por el Gobierno.
Menos lo es aún el efecto combinado del Estado de Alarma con la militarización acordada y que conduce a atribuir la condición de militares a los controladores y, de resultas, a llevar al conocimiento de los tribunales militares los actos ilícitos que pudieran ejecutar y que estuvieran tipificados en la legislación penal militar con vulneración del derecho al juez ordinario predeterminado por la Ley, reconocido en el artículo 24.2 de la Constitución. Esto, pensado para el Estado de Sitio, es inaceptable en el de alarma. Como inaceptable es también que se llegue a la tal militarización en función de una movilización amparada en una legislación derogada (por la Ley de la Carrera Militar de 2007) y ausente por lo mismo de regulación en nuestro derecho actual. Además, ni siquiera se ha tomado en consideración esa legislación, pues no se efectuaron las equiparaciones militares que preveía, imprescindibles incluso a la hora de determinar la tipicidad de los hechos y la competencia ad intra de los tribunales militares.
La situación, evidentemente mal manejada en el orden jurídico, puede llevar a grandes complicaciones que pueden incluso dificultar la obtención de las condenas penales que tanto se han agitado retóricamente.
En primer término, pareciera que el encaje natural de los hechos ejecutados por los controladores sería, prima facie, el del delito de sedición de la Ley de la Navegación Aérea. Lo que queda oscurecido precisamente por la entrada en danza del Código Penal Militar, que en principio sólo debiera aplicarse a los hechos acaecidos después de la militarización, y que debiera serlo en el tipo de la desobediencia. Y aún más dificultado por las previsiones, adecuadas por una vez en una normativa de excepción, relativas a que seguirán tramitándose los procedimientos sancionadores que no hubiesen concluido cuando termine el Estado de Alarma de acuerdo con la legislación laboral o administrativa.
Una última reflexión se impone sobre la duración del Estado de Alarma y su eventual prórroga. Los estados de anormalidad están regidos por el principio de proporcionalidad, que se proyecta no sólo sobre los casos en que procede, sino también en cuanto a la extensión temporal y espacial. Si, como hemos indicado, no era procedente su adopción, menos aún lo parece su mantenimiento (y prórroga) cuando parecen haber desaparecido las circunstancias que lo motivaron.
Muchas, demasiadas, incógnitas jurídicas. De las otras, de las políticas, mejor ni hablar. El Gobierno tiene la potestad constitucional de impulsar un estado excepcional, pero sólo en aquellos casos en que constitucionalmente sea posible. De su decisión política responde políticamente, jurídicamente el Tribunal Supremo; es posible, que termine dictando sentencia sobre el Decreto. Las Fuerzas Armadas han cumplido su misión sin juzgar el encargo, ¡militarmente!
Ricardo Muñoz García.
Abogado. Teniente Coronel del Cuerpo Jurídico Militar (en situación de reserva)
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