Pensiones
De estímulos y libertad por Agustín de Grado
Tocqueville vislumbró hace dos siglos adonde caminábamos: «El Gobierno trabaja de buena voluntad por la felicidad de sus ciudadanos, pero decide ser el árbitro exclusivo de esa felicidad; les garantiza su seguridad, prevé y compensa sus necesidades, facilita sus placeres, gestiona sus principales preocupaciones, dirige su actividad, regula la dejación de propiedades y subdivide sus herencias: ¿qué queda sino librarlos de todo el trabajo de pensar y de todas las dificultades de la vida?». Libertad por seguridad. Cedimos a la tentación y no nos quejamos hasta que el modelo ha alcanzado su inviabilidad. Ahora no existe Gobierno –ni alternativa– que pueda darnos lo que veníamos recibiendo a cambio del voto. Pero conservamos la fe en el gasto público: el Gobierno debe «estimular» la economía, aun a costa de seguir engordando la deuda, porque hay que salvar las «conquistas sociales». Como apenas hay excepciones a esta idea enraizada en nuestra clase dirigente y en la opinión pública, resulta reconfortante escuchar voces como las de Arthur Laffer, que ha pasado por Madrid invitado por FAES con una repercusión mediática muy inferior a la de ese apóstol del gasto que es Krugman. ¿Qué defiende Laffer? Dos cosas. La primera: el gasto de un Gobierno se traduce siempre en impuestos. La segunda: el Gobierno no crea recursos, los redistribuye, y para dárselos a alguien se los tiene que quitar a otros. Impuestos y redistribución desestimulan. «A la persona a la que das el dinero encuentra un filón para obtener recursos sin esforzarse. En cambio, a quien quitas su renta le desincentivas porque obtiene menos de lo que merece por su esfuerzo».
Por eso su receta frente al gasto no es la austeridad. Él prefiere llamarlo libertad. Porque los gobiernos no son filántropos: gastan más de lo que deben para mantener a sus votantes en la dependencia.
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