Boxeo
Máquinas manos (IV) por Paloma PEDRERO
Los hospitales, como todo en la vida, están cada vez más llenos de máquinas. Sin embargo, durante el mes en el que yo estuve ingresada, en el que mi cuerpo combatía por vivir, lo que más me ayudó fueron las manos. Las manos de los cirujanos, de las enfermeras, de los celadores… Deberíamos confiar menos en las máquinas. Yo creo, como dice Galeano, que las máquinas se emborrachan por las noches. Recuerdo que la tarde en que mi organismo empezó a dar signos de locura, dos días después de la extirpación del tumor, los aparatos fallaron estrepitosamente. En un momento dado le comenté a mi hermana: tengo una taquicardia brutal. Ella, asustada, llamó al enfermero, que buscó inmediatamente un electrocardiógrafo, o como se llame, e intentó enchufármelo a toda velocidad, pero el artilugio dijo que no, vamos que se debía haber cogido una cogorza monumental la noche anterior. El enfermero, vigoroso, arrinconó el aparato y tomó en cada una de sus manos las muñecas de cada una de nosotras. Sin dudarlo un instante salió y llamó a mi cirujano. Antes de que le diera tiempo a llegar, mi cama ya volaba por los pasillos del hospital empujada por otras manos expertas que me conducían a la Unidad de Reanimación. Creo que antes de volver a meterme en quirófano, me hicieron un escáner en otra enorme máquina que no vio nada extraño. Allí, en el frío lugar donde te abren, los ojos de mi estupendo operador vieron que la sutura que había realizado con medios mecánicos, y que cerraba mi intestino, se había abierto. No sé todo lo que tuvo que hacer en ese momento, pero sí sé que fue con sus manos. Otros muchos artefactos hicieron su labor las tres semanas que estuve en Reanimación. Pero lo que me alentaba, me alegraba, me hacía soportar esa cárcel siempre iluminada, les aseguro que no era nada metálico. Eran las voces, las sonrisas, la forma en que me lavaban o me levantaban de la cama. Era cuando se paraban a escucharme o se reían de mis ocurrencias. Eran las personas. Y sus manos.
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