Crítica de libros
Pertenencias por Marta Robles
Recoger, conservar, guardar, almacenar, coleccionar, atesorar… En definitiva, tener. Los seres humanos nos sentimos más seguros y felices rodeados de pertenencias, tantas veces inútiles, que a veces adquirimos no sólo sin necesidad y por capricho, sino sin la más mínima posibilidad de que nos lleguen a hacer remotamente dichosos.
Hay quien piensa que este afán de poseer y retener es consustancial a las sociedades desarrolladas, donde, hasta en tiempos de crisis sobra de todo menos afectos; pero lo cierto es que hasta los pobres de solemnidad, aquí o en la Conchinchina, conviven con sus piedras o sus palos, sus botes, o sus plásticos. La humanidad entera parece aferrarse a las cosas, cual si fueran un salvavidas, para flotar sobre la existencia, bella, en cualquier condición, por lo frágil y lo efímera. Es como si tener esto y aquello y recogerlo y conservarlo y guardarlo, y almacenarlo y coleccionarlo y atesorarlo nos hiciera más libres, en vez de encadenarnos. Y sin embargo, todos somos un poco prisioneros de nuestras posesiones. Incluso los que pretenden vivir «ligeros de equipaje y casi desnudos como los hijos de la mar», coleccionan algo. Tal vez palabras o versos, quizás sólo adjetivos o pronombres, cosas, al fin y al cabo, dibujadas en el entendimiento, aunque sin precio ninguno y, por tanto, con mayor valor. Casi tanto como el de la camisa del hombre feliz, la del cuento. La misma que un rey buscó allende su reino y que jamás encontró, porque no existía, por mucho que sí hallara a un hombre que, en su falta de pertenencias, en su nada, esbozaba una sonrisa tranquila que se parecía mucho a la felicidad.
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