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El zar reformador por César Vidal
13 de marzo de 1881, una bomba segó la vida del Alejandro II. Rusia perdió su última esperanza de revolución desde arriba
Cuando accedió al trono con treinta y siete años, nadie esperaba grandes logros de Alejandro II. Hijo de Nicolás I, durante su época como príncipe se había manifestado como un personaje conservador y contrario a cualquier medida liberalizadora. Sin embargo, es más que posible que semejante conducta no pasara de ser una táctica para evitar problemas con un padre marcadamente autoritario. Alejandro II había viajado por Europa occidental, conocía varias lenguas extranjeras y era consciente de que el imperio ruso necesitaba desesperadamente verse modernizado. Consciente del atraso económico de su imperio, Alejandro II impulsó varios cambios en la legislación mercantil que permitieron el establecimiento de distintas sociedades. Igualmente, inició un desarrollo espectacular del ferrocarril, convencido de la necesidad de mejorar la red de transportes rusa. Con todo, sus mayores reformas estuvieron relacionadas con el terreno de la Justicia. En 1861, casi dos años antes de que Abraham Lincoln emancipara a los esclavos negros, Alejandro II decretó la libertad de los siervos. La medida no sólo liberaba a Rusia de una institución infamante sino que, por añadidura, impulsaría la economía nacional en un sentido modernizador.
Reforma de la Justicia
Tres años después, Alejandro II iniciaba la reforma de la administración de Justicia. Un nuevo Código Penal, procedimientos civiles y penales más ágiles y simplificados, la oralidad y publicidad de los procesos, la introducción del jurado y la creación de juzgados de paz para causas menores que debían conocerse a escala local fueron tan sólo algunos de los logros introducidos por el zar. Ese mismo año de 1864, Alejandro II instituyó en los distritos rurales el «zemtsvo», un órgano de autogobierno –en 1870 se implantaría también en las grandes ciudades– que permitía las elecciones y un cierto control sobre la capacidad impositiva del Gobierno.
Se habría pensado que semejante cuerpo de reformas, tan sólo comparables con las de Pedro I el Grande, generarían una corriente de aprecio hacia el zar. La realidad fue muy diferente. Para los partidarios del absolutismo, Alejandro II había, como mínimo, perdido la cabeza; para la izquierda, el zar apenas realizaba operaciones cosméticas que en nada afectaban a la estructura perversa del sistema. No se trataba sólo de antipatía intelectual. Los terroristas de Narodnaya Volya – Voluntad popular– intentaron asesinar al zar en 1866, 1879 –dos ocasiones– 1880 y, finalmente, en 1881. En esta ocasión, la primera bomba lanzada por los terroristas segó la vida de uno de los hombres de la escolta regia. Si Alejandro II hubiera permanecido en el interior del carruaje posiblemente habría salvado la vida. Sin embargo, insistió en salir para comprobar el estado en que se encontraba el herido.
Fue en ese preciso momento cuando una segunda bomba cayó a sus pies. Aún vivía, con las piernas completamente arrancadas, cuando su hijo Alejandro y su nieto Nicolás acudieron, apenas unas horas después, hasta su lecho de muerte. Ambos – los futuros Alejandro III y Nicolás II– llegaron a la conclusión de que las reformas liberales no tenían sentido alguno y encauzarían sus respectivos reinados por la senda del absolutismo. El resultado sería aciago para Rusia, para Europa y para el resto de la Humanidad.
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