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Una ley para la vida por Álvaro Redondo Hermida

La Razón
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El debate social suscitado por la posible reforma de la legislación sobre la interrupción voluntaria del embarazo nos lleva a reflexionar sobre las cualidades que debería tener la ley nueva para ser una buena ley, una ley que sirviera mejor al bien común. Una buena ley debería proclamar ante todo el derecho a la vida del no nacido, derecho que resulta evidente a la vista del artículo 15 de la Constitución, pero que no acabó de ser totalmente perfilado por el Tribunal Constitucional en su Sentencia 53-85. En dicha resolución, el referido tribunal de garantías definió al ser humano no nacido como «un bien jurídico», pero no proclamó expresamente su derecho a la vida, no alcanzó a concederle el grado de protección que el Tribunal Supremo le reconoce. Se da la circunstancia de que el Tribunal Supremo proclama, efectivamente, que el no nacido tiene derecho a la vida (Sentencia de 30-1-91), desde el primer instante de la concepción (Sentencia de 27-6-92), estando por tanto la cuestión abierta a una decisión superior y definitiva del legislador, pendiente de un acto legislativo que consagre la protección de tal derecho.

Una buena ley debería asegurar que el ser humano no nacido no venga a ser de peor condición que las especies protegidas, respecto de las cuales la norma no distingue en cuanto al grado de desarrollo embrionario de los seres que a ellas pertenecen y que resultan objeto de tutela. Debería ser, por tanto, una ley que definiera claramente la interrupción voluntaria de la concepción como delito, cualquiera que fuera el grado de desarrollo del embrión, para que no existiera como ahora un plazo de noventa y ocho días a partir de la concepción, plazo durante el cual el aborto voluntario es libre, plazo durante el cual el ser humano está indefenso, plazo durante el cual está a merced de la voluntad de otro ser humano que decide a su arbitrio cuándo, cómo y dónde procede interrumpir su vida.

Una buena ley no puede considerar al aborto como un derecho de la madre, sino contemplar al mismo como una circunstancia no querida, aunque a veces inevitable, y que en ocasiones puede ser realizada sin que hacerlo constituya delito, lo cual no significa que alguien pueda atribuirse la prerrogativa de decidir, según su mejor criterio, sobre la vida o la muerte de otro ser humano.

Una buena ley debe fijar de modo claro los casos en que se puede interrumpir el embarazo por motivos de grave riesgo para la salud o de violación, interrupción que debe realizarse concurriendo garantías que aseguren que no se sacrifica el derecho a la vida de un ser humano, sino ante una causa cierta y grave que justifica tan severa actuación. Una buena ley debe regular adecuadamente la objeción de conciencia de los sanitarios que, por razones religiosas o éticas, no se encuentran en condiciones de realizar la intervención interruptora requerida, eximiéndoles de la obligación de practicar el aborto y de colaborar directa o indirectamente en su realización, estableciendo un adecuado procedimiento de sustituciones profesionales que, sin merma de la normalidad del servicio, asegure el respeto de la libertad de conciencia, siempre que la objeción resulte auténtica, permanente y demostrada. Un procedimiento que, en todo caso, asegure que dichos profesionales no resultarán estigmatizados en modo alguno por el ejercicio de la facultad de objetar en conciencia.

Una buena ley debe dar cumplimiento a la Convención Internacional de Derechos del Niño, según la cual éste merece protección incluso antes de su nacimiento, entendiéndose por niño todo ser humano que no haya cumplido dieciocho años, y debe respetar especialmente a la mujer, cuya decisión de convertirse en madre debe ser objeto del máximo apoyo, especialmente en aquellos casos en que tal opción significa hacer frente a graves dificultades personales o familiares, o incluso ser víctima de malos tratos. La ley debe ofrecer un marco claro que aporte a la mujer la posibilidad real de conciliar la maternidad con la garantía de la dignidad y el bienestar de ella misma y del ser humano llamado a la vida.

Una buena ley debe ser una ley de máximos, no de mínimos. Si es verdad que no podría nunca promulgarse una norma que estableciera cuándo las personas deben dejar de ser iguales, si no es posible aprobar una ley que autorice a tratar a otro injustamente, si no puede establecerse un precepto que prive al ser humano de su dignidad, la ley que regula la posibilidad de interrumpir la concepción debe partir del respeto máximo que la vida humana merece, como valor superior de nuestro sistema político, debe ser una ley para la vida, derecho básico al que todas las libertades vienen referidas.

 

Álvaro Redondo Hermida
Fiscal del Tribunal Supremo