París

Amigos hasta el fin

La Razón
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Hubo un momento en mi niñez en que me quise ahorcar. ¿Qué le importa a nadie que un niño se quiera ahorcar? Todo el mundo pasa por momentos difíciles.
Cuando me volví un niño gordo y retraído, un grupo de gañanes de pueblo, al verme pasar, no sólo se mofó de mí, sino que quisieron asustarme, aterrorizarme para verme correr moviendo el culo. Poco más tarde otra noble bestia del pueblo, me mató a una perra, que era mi única amistad. Porque era un niño gordo.
Entonces, mi pobre reacción fue la de convertirme casi en un anoréxico, para ser como todo el mundo. El sentimiento de estar estigmatizado por fatalidad dificultaba en cierto modo tener amigos en la normalidad. Y yo he tenido siempre «hambre de amigo». Ese amor tan fino, tan hondo, tan puro y tan lejos de la engañosa y alienante sexualidad.
Pero también existen los falsos amigos. Alguien he conocido yo que necesitaba hacerse amigos para cebarse en otros sujetos. Nunca le han faltado amigos, nunca se ha encontrado solo, siempre celebrando con alguien la ceremonia de la maledicencia; todo en un clima de risueño bienestar, después de habarse saciado ferozmente en algún sujeto conocido o famoso; recibido por aquellos mismos y en la misma casa, con toda clase de deferencias y halagos. Yo he sido una de esas víctimas, junto a estrellas del cine o escritores famosos. Casi un honor.
Los amigos surgen impensadamente, cuando quiere el destino, pero ¿en dónde se encuentran amigos? Tengo para mí que es más fácil encontrar amigos entre gente algo perdida y delictiva que en un ambiente refinado y culto, que es más fácil en el peligro y en la cárcel, que en libertad y en paz. Uno de mis mejores amigos había pasado por un campo de concentración alemán, con riesgo de que «lo gasearan». Su sentido de la amistad era ejemplar. Esto me daba fe de que no me traicionaría jamás.
En un momento en el que me sentía más solo y desesperado, en París, me ocurrió algo muy curioso: Caí de repente en un piso extraño, en la rue Pigalle, una especie de piso franco, en donde la gente del vicio vivía de trapichear con el vicio –en la calle del vicio–, un lugar en donde se hubiera encontrado a gusto Jean Genet. Además de que allí me encontré con una chica fascinante, aquel entrar y salir de gentes, en medio de la noche, y su cordialidad y tolerancia doméstica, su compañerismo, me parecieron un paraíso de paz. Allí todo me era perdonado, con más seguridad que si me bendijeran por oficio en un templo.
En personas sensibles, que se sienten heridas por la vida, la fiel y amorosa amistad con un perro o un gato también es un fenómeno de consideración. Con la perra loba de mi adolescencia –la que aquel chulo me mató–, ella y yo, éramos la perfecta amistad y la pareja perfecta, dependíamos el uno de la otra. Su mirada, su belfo, sus orejas, eran las de un semejante, metamorfoseado en perro. Un semejante que corría más que yo, que tenía mucho mejor olfato, que era más prudente y me protegía más que yo a ella. Su muerte me marcó de un modo indeleble.
En mi vejez, también un gato fue mi fiel amigo, admirable animal, interactivo, al que yo miraba dormido: –«Este gatito es polvo de estrellas, una perfección, una obra maestra de la naturaleza». Pero envejeció sin perder su viveza, su amorosa y constante comunicación conmigo y se retiró a morir encima de una silla, cerca de un radiador, en un lugar oscuro. Durante la noche, sentía que mi gato estaba muriendo, me levantaba para despedirme de él. Me acercaba, le acariciaba, le hablaba y él me respondía con su ronroneo, y me miraba, me miraba…¡Adiós, adiós!
La amistad no se busca, se encuentra, como la inspiración o el amor.