Literatura

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La conciencia y la taquilla

La Razón
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A veces cuando hago daño me siento como el tirano que comete el atropello de condenar a alguien de forma injusta para permitirse luego el magnánimo gesto del perdón. A veces llegamos a la bondad por el camino de la injusticia y puede que ni nos demos cuenta. Yo he cometido tantas injusticias en la vida que no habrá en el resto de ella tiempo bastante para organizar tanto perdón. Debo reconocer que en muchas ocasiones hice daño adrede, no porque pretendiese escarmentar a alguien, sino porque necesitaba sentir alguna clase de remordimiento que me empujase a escribir con dolor. Me ocurre con el estímulo literario del remordimiento lo mismo que con las restricciones voluntarias del agua para disfrutar luego del ansiado momento de apagar la sed. Hay tormentos inefables que conducen al placer y de hecho algunas de las más bellas obras de arte fueron ejecutadas por hombres al borde de perder la razón por culpa de una angustia que acaso ellos mismos se buscaron. A menudo ocurre en las guerras que el soldado valiente no lo es por su arrojo o por su determinación, ni porque crea que el momento merezca un gesto tan sublime, sino porque el oficial al mando podría fusilarlo si no avanzase a pecho descubierto hacia lo que podría ser una muerte segura. El tipo que llega corriendo entre los rastrojos hasta el acantilado por huir del fuego que le sigue los pasos, se ve obligado a decidir entre dos alternativas trágicas que le costarán la vida. Sólo uno de cada diez se deja devorar por las llamas; el resto saltan al vacío. En ambos casos el resultado será la muerte, pero el acantilado da tiempo para alegrarse de no morir quemado. En la vida ocurre a menudo que tenemos que decidir entre dos soluciones malas y de lo que se trata es de elegir la alternativa que para dejar a salvo nuestro dolor, supone sin remedio el dolor de otro. El asesino a sueldo sostiene a veces una angustiosa lucha interior entre la repugnancia del crimen y la resistencia a desobedecer por temor a represalias. Muchas veces ni siquiera se trata de reparos morales, así que el asesino a sueldo podría dispararle a quien lo contrató si su víctima le ofreciese por su salvación más dinero del que el criminal podría embolsarse por su muerte. Entonces dejaría de ser un asesino para convertirse en un justiciero. Me dijo de madrugada en un garito el ex boxeador Angel Grela: «Cuando derroté a Velasco en Madrid, fue una carnicería. El pobre Velasco estaba destrozado, pero la gente quería más golpes. Entonces me di cuenta de que lo que mandaba allí no era mi conciencia, muchacho, sino la taquilla». A veces hago daño, mucho daño, pero eso me ocurre porque creo que el dolor de la herida se compensa a menudo con el placer de la cura.