El sueldo de los políticos
El patrimonio de sus señorías
La expectación que suscitó la publicación en internet de los bienes y las rentas de los diputados y senadores demuestra el acierto y la conveniencia de una medida que fomenta la saludable transparencia de lo público. La demanda de todos esos datos fue tal que la página web del Congreso se colapsó debido a la sobrecarga de consultas. Como es natural, ha habido reacciones para todos los gustos, desde quienes creen confirmada su sospecha de que los parlamentarios son unos privilegiados, hasta quienes ponderan que se mueven en unos parámetros económicos razonables. Antes que nada, conviene subrayar que, al someterse al escrutinio público, los parlamentarios actúan con congruencia y cumplen con los requisitos elementales de transparencia. No hay forma más eficaz de desmentir tópicos y atajar maledicencias que mostrar unos bolsillos de cristal. Sorprende que hayan tenido que transcurrir tres décadas de democracia para llegar a este punto, tardanza que explica en buena medida por qué los ciudadanos tienen tan mal concepto de la clase política. Precisamente si sus señorías se han decidido a dar este paso a instancias del presidente del Congreso es porque era bien patente el distanciamiento progresivo entre los electores y los elegidos. Por lo demás, la consulta de la mayoría de las declaraciones patrimoniales sugiere consideraciones de diversa índole. En primer lugar, la radiografía muestra unos parlamentarios razonablemente confortables en lo económico; es decir, no son «gente corriente» como ellos se ven a sí mismos, pero tampoco son los grandes mimados de la fortuna como los retrata el tópico. Hay algunos casos encomiables que muestran cómo después de una vida dedicada íntegramente al servicio público el patrimonio acumulado es bastante magro o medianito. Es verdad que también hay casos de diputados con un elevado pliego de propiedades, pero eso, lejos de ser censurable, revela una actividad anterior a la parlamentaria que no debería ser una excepción, sino una regla casi general porque revelaría que sus señorías son capaces de ganarse la vida con un oficio o profesión. En suma, de lo visto y leído se concluye que nuestra clase política, al margen de casos muy concretos, tiene un tren de vida desahogado pero no desmedido, perfectamente equiparable al de sus homólogos europeos teniendo en cuenta los baremos económicos de cada país. Ahora bien, se equivocarían sus señorías si pensaran que con colgar en la web la relación de bienes a su nombre ya han cumplido plenamente con las exigencias de transparencia y veracidad. Sólo es un primer gesto. Para ganarse plenamente la credibilidad del ciudadano deben disipar cualquier sombra, duda o sospecha. Todo el mundo sabe que la ingeniería fiscal y financiera obra grandes prodigios, a los que nada hay que objetar si se ajustan a la legalidad. Pero un parlamentario está obligado a dar un paso más e informar no sólo del patrimonio que está a su nombre, sino también de aquel que disfruta habitualmente por razones conyugales, familiares o empresariales. De lo contrario, será difícil que el ciudadano crea a pies juntillas las cifras publicadas ayer.
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