España

Salir de la crisis

Unos gobiernos inflados han generado intereses, dependencias y, aún peor, una incapacidad generalizada para decir la verdad.

La Razón
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Cuando se desencadenó la crisis, pronto hará tres años, se habló, y mucho, de una necesaria reforma moral. Se había terminado un modelo económico basado en la pura codicia, había que restablecer la ética en las relaciones económicas, había llegado la hora de refundar el capitalismo… Aquello pareció animar a la intervención de los gobiernos en la vida económica (es decir, en la vida pura y simplemente). Como los gobiernos, además, se vieron obligados a evitar el hundimiento del sistema financiero, volvieron a primera línea de actualidad teorías desacreditadas desde hace treinta años acerca de la importancia del Estado en la actividad económica.Casi tres años después, las cosas han cambiado mucho y la crisis ha revelado una situación nueva. En los países desarrollados, la crisis ha disparado los gastos del Gobierno hasta límites que recuerdan otros tiempos. Hasta 2008, España era un país sin déficit y con una deuda pública sumamente manejable. Ahora se dispone a ingresar en el club de los países con deudas aplastantes, que hipotecarán la vida de los ciudadanos durante años. Y lo hacemos, además, con alegría, celebrando, como bien comentaba Iñaki Ezquerra en estas páginas, cada colocación de deuda como si fuera un triunfo y no un clavo más en el ataúd. Estamos en el hoyo, como dicen los ingleses, y seguimos cavando…
El «revival» de Keynes y el neosocialismo del 2008 duraron poco. En poco tiempo, se ha vuelto a comprobar que el aumento del gasto gubernamental no sirve para salir de la crisis. Todo el mundo habla ahora, en consecuencia, de reducción de gastos y restricción presupuestaria. Tendemos a utilizar eufemismos, como «consolidación fiscal» y «reestructuración de la deuda», pero nadie se engaña.
Ahora bien, más que intentar disimularnos a nosotros mismos las decisiones que vamos a tener que tomar, quizás sería más conveniente plantear el problema que tenemos delante de otra manera. Si volvemos a los orígenes de la crisis, nos daremos cuenta de que una parte del diagnóstico que entonces se hizo es cierta: hemos vivido por encima de nuestras posibilidades. Muy en particular, el Estado y los gobiernos han vivido, y siguen viviendo desde entonces, muy por encima de lo que las sociedades que los mantienen pueden soportar.
El problema es económico y –como todo en economía– moral: unos gobiernos inflados han generado intereses parásitos, dependencias y, aún peor, una incapacidad generalizada para decir la verdad. Los estados que quieren, como han querido nuestros gobiernos, cubrir todas las contingencias, librarnos de cualquier riesgo, generan falsas expectativas, inautenticidad. Todos nos acostumbramos a mentir sistemáticamente, y eso es lo que nos negamos a cambiar… a pesar de la crisis.
El resultado es una situación insostenible. En vez de plantear la reducción de gastos como una purga, deberíamos comprenderla también como la posibilidad de recomponer una sociedad más auténtica, más sincera, con ciudadanos menos hipócritas, más dispuestos a asumir riesgos, más emprendedores y más fuertes. Y por supuesto, menos dependiente del Gobierno. ¿Tan mal está eso? ¿Tan cobardes nos hemos vuelto?