Convenios colectivos
Empresario malo fascista
Como suelo escribir, la sociología de la españolidad contemporánea está determinada por dos principios: el discurso marxista y el paternalismo franquista. Tales fundamentos teóricos alumbraron lo que hoy es la mentalidad española dominante. Roja. Con mucha gualda. Por lo general, no estamos acostumbrados a analizar la realidad (y con los 17 desastres educativos que tenemos instaurados, cada vez será más difícil que el españolito sepa «leer» la realidad), y elegimos comulgar con la habitual rueda de molino que, para nuestro atrasado paladar ideológico, es mejor que un cruasán. Verbigracia: cuando hablamos de «empresarios» la mayoría piensa en un «sucio capitalista, explotador, malo, y fascista». La imagen más extendida del empresario es la de un señor orondo, con puro habano humeante y bigote inglés, barrigón, sudoroso, finolis, ricachón, que posee una fábrica, o una mina, en la que explota a los trabajadores y donde pasa las tardes azotando al proletariado. ¡Menudo capullo, el empresario!, ¿eh? Sin embargo, hasta donde se me alcanza, el panorama empresarial español dista mucho de esa imagen caricaturesca. En España existen unas multinacionales que han aprendido con éxito los principios de la globalización y que triunfan por el mundo (Inditex, Telefónica, Banco Santander…); sin embargo, más del 80% del empresariado español es pequeña y mediana empresa: son empresarios el señor del quiosco donde compramos el periódico, el pescadero, el del taller donde reparamos el coche, la peluquera, Manolo el del bar de la esquina, la costurera, el de la floristería y José, que tiene una pequeña empresa informática y se ha puesto un sueldo que es la mitad del que cobra su secretaria y única empleada, fija desde hace quince años, para no tener que echarla pues hacerlo lo arruinaría (y los tribunales de lo laboral le dan pánico). Esos son nuestros «empresarios explotadores», los amos del Gran Capital. Los «magnates» favorecidos por la reformita laboral, los Enemigos del Pueblo. Son los mayores afectados por la judicialización del mercado laboral que, en caso de conflicto, los condena irremisiblemente, como a crueles negreros. Afectados también por la antigualla que representan los convenios colectivos. Son la prueba de que los sindicatos mantienen un discurso decimonónico muy alejado de la realidad laboral moderna, y el testimonio de que somos un país intrínsecamente miserable que, como en tiempos de la Guerra Civil, sigue considerando «rico» al que tiene más de tres gallinas, quien por su «avaricia de propietario» merece quizás la muerte.
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