Israel
Rubalcaba-Arias
He estado repasando en el curso de las últimas semanas la documentación relativa a los años de decadencia del franquismo –un proceso que, en realidad, comenzó en 1969 con la designación de Juan Carlos– y no he podido dejar de tener una sensación de déjà vu en comparación con estas postrimerías del zapaterismo que nos ha tocado padecer. En 1973, España, como todo el mundo, sufrió las repercusiones de la acción de un mundo árabe que decidió cerrar la espita del petróleo para atacar al estado de Israel. Las consecuencias de aquella conducta deliberada y despiadada de las naciones productoras de crudo fue, entre otras, la de precipitar a los países en vías de desarrollo en una deuda que arrastrarían ahogados durante décadas. En el caso de España, significó el final del desarrollismo de los sesenta y la entrada en una recesión económica de pavoroso perfil. En aquel entonces, el Gobierno –que ya estaba más en el día después de Franco que en otra cosa– no adoptó una sola medida sensata para enfrentarse con la crisis. A lo sumo, ordenó limitar la velocidad en carretera como, estúpidamente, lo haría décadas después ZP, y no hace falta decir que con resultados similares. También como ZP, demostró una torpeza proverbial para ocuparse de los parados y de las empresas que quebraban en cascada y dirigir la vista hacia los intereses particulares de los implicados en el Régimen. Cuando el entonces presidente del Gobierno, Carlos Arias Navarro, describió un 12 de febrero de 1974 las líneas sobre las que iba a discurrir su labor, se centró en comentar cuestiones políticas que ya entonces carecían de importancia y que ahora nos parecen casi ridículas por lo trivial. Lo verdaderamente importante que era la crisis económica y el aumento del desempleo no se encontraban en su horizonte político. En el curso de los agónicos meses siguientes durante los que Franco se aferró absurdamente al poder, mientras la nación sufría una crisis que bascularía terriblemente sobre la Transición, los miembros del aparato se dedicaron fundamentalmente a enredar según han dejado testimonio en sus memorias. Unos pretendían que Juan Carlos no fuera el sucesor, sino Alfonso de Borbón Dampierre. Otros visitaban a Franco, como ha contado Utrera Molina, suegro de Ruiz-Gallardón, para expresar su convicción de que el futuro monarca no iba a mantener el Régimen del 18 de julio, lo que, dicho sea de paso, causó el estupor de un Franco que estaba convencido de que las Leyes Fundamentales serían intangibles. Finalmente, no faltaban los que sólo miraban en torno suyo para descubrir dónde colocarse cuando Franco hubiera desaparecido. No resulta sorprendente que, en medio de aquel desgobierno, Hassan II se apoderara del Sahara o que tuvieran lugar atentados como el de la calle del Correo. Simplemente, por utilizar una expresión popular, es que no estaban en lo que estaban. Algo semejante sucede ahora en el PSOE. Aunque todos canten las loas de ZP, saben que está muerto y que habrá que distanciarse de él a pasos agigantados para que la fetidez del cadáver no los alcance. Y en medio de esa ceremonia del distanciamiento elogioso, Rubalcaba hace todo lo posible para, tras anunciar que «ZP ha muerto», intentar que persista el régimen al que ha servido durante décadas. Cuestión aparte es que lo consiga. Como le pasó a Arias Navarro.
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