Crítica de libros
Belleza manuscrita
A los impresionistas les gustaba retratar a las mujeres en actitudes frescas, naturales y espontáneas, a menudo incluso desprevenidas, como si en un descuido les mirasen el alma adocenada en el escorzo algo trivial de sus manidos cuerpos de diario.
Puede tratarse de una agraciada señorita tocada con una pamela amarilla con la sombra azul, o de la prostituta que se recoge el pelo con las manos mientras descansa los pies desovándolos en el agua torda y sobada de la palangana. Me producen serenidad esos óleos rebosantes de expresividad y de ocio, y contemplo con verdadero placer las fotografías que me remiten a rostros femeninos atrapados en un momento de ausencia, quien sabe si abstraídos en la evocación de un recuerdo amargo, en la conjetura de un problema que parece sin remedio o acaso sólo victimas de ese cansancio inesperado y puntual que les sobreviene a las mujeres cuando en la mariposa perpleja de sus ojos parece que se distendiesen, como un chaqué prestado, las alas de un cuervo perdido de su trigal. Buscando en la galería de rostros de mis amigas de Facebook he encontrado en un retrato de Rocío González uno de esos sumariales instantes de amarga belleza, de inclemente desencanto, de cósmica zozobra emocional, que tanto dice del alma de una mujer. No podría asegurar que es el suyo un gesto de dolor; tampoco un rictus de angustia o el deje existencialista de un desencanto vital. Diría que se trata de la distraída fotogenia de una lucidez callada, el clamor sulfuroso de un destello forrado con el resplandor de una ceguera transparente; el ensimismamiento de alguien en cuyos ojos estuviese a punto de ovular su mejor párrafo la mano abdominal del novelista. Yo he mirado unas cuantas veces esa foto del rostro de Rocío González y en la duda de no acertar a detallar la claridad del enfoque o la cuantía de la luz, para que os hagáis una idea de su abstraída expresividad, de tan sugerente abandono, de tanta belleza pasiva y sin pretensiones, os diré que lleva unas gafas de sol montadas sobre la cabeza, una melena afónica con mechas, el cuello acechado sin agobios por un vestido de batista blanca perforada y que en el lóbulo de su única oreja visible hay una perla que le sienta como un asterisco a ese apasionante y manuscrito rostro de mujer en cuya mirada por un momento me ha parecido que pasaba cabizbajo el recuento ácimo de su pasado, el corolario de una vida, el mosto de la esperanza. En el rostro de Rocío González no hay sonrisa. Pero yo con su permiso me tomo la libertad de firmársela con mi última frase de hoy, aunque sólo sea para que sepa que estuve de paso en él.
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