Libros
Placer con dolor
Por más que sé que algo así sólo conduce al dolor, lo cierto es que de todos mis recuerdos sólo considero verdaderamente cruciales aquellos que por alguna razón al conmemorarlos me producen algún remordimiento. Aunque sea posible demostrar lo contrario, siempre he creído que la literatura de la complacencia es más pobre que la del sufrimiento, así que soy de los que piensan que en la escritura, como en la ebanistería, los momentos más inolvidables son aquellos en los que por algún descuido te pillaste los dedos y sentiste dolor. A veces mientras atravieso en coche las llanuras castellanas imagino que a mi derecha hay un barranco con el mar rompiendo al fondo en la oscuridad y eso hace que cada quilómetro sea un riesgo, un temor, a veces casi una proeza. Hay en la naturaleza de los hombres algo que los arrastra al peligro del que en teoría, y por su bien, tendrían que alejarse. Ese magnetismo del miedo es el origen de muchos fracasos, de terribles errores y dolorosas decepciones, pero yo creo que los grandes placeres están justo al otro lado de las tentaciones más dramáticas, como ocurre en las guerras cuando los soldados descubren que el inefable placer del triunfo sólo sobreviene después de haber dejado el campo de batalla sembrado de cadáveres. Los soldados que liberaron París de la ocupación alemana en la II Guerra Mundial se emparejaron con las mejores chicas para el baile de la victoria, pero fueron los muchachos caídos por el camino los que de verdad escribieron la Historia. En algo así supongo que pensaba yo cuando a la chica a la que había dejado de amar le expuse mi idea sobre lo que iba a suceder a partir de la ruptura: «Hasta aquí todo ha sido dulce y amable. No hemos tenido apenas angustias, ni sobresaltos. Esa dulce rutina es precisamente la razón por la que no podemos seguir. Ya no tenemos miedo. Nos hemos acostumbrado a la aburrida certeza de que nada malo podría sucedernos. Es un error vivir así. Ahora te dolerá que esto se acabe, pero te aseguro que serás más importante para mi cuando seas el insoportable motivo de mis remordimientos. ¿Sabes que te digo?, no hay un solo beso que no mejore al convertirse con el tiempo en el dolor que lo recuerda y en la frase dolorida que lo sustituye». Ella no dijo nada. No estaba para solemnidades. A mí me dio aquella noche por aliviarme con la literatura; ella lo arregló sacando del bolso el pañuelo de las narices.
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