Estados Unidos
Dios y el César Una vieja tensión por José María Marco
La relación Iglesia y Estado indica la libertad de un país
La frase de Cristo sobre la conveniencia de dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios causó asombro entre quienes la escucharon. No era para menos. La indicación abría un mundo nuevo en el que la religión y la política dejaban de ir de la mano. El poder (el Estado, en términos modernos) y las formas institucionales de la religión se escindían y dejaban de prestarse apoyo mutuo. Salvo en el judaísmo, que había matizado la situación, la religión era hasta entonces el fundamento último de la legitimidad del poder. La frase de Cristo desbarataba esta solución y planteaba otra, más difícil, que desde entonces ha sido la propiamente occidental: la convivencia en una misma realidad de dos planos que no pueden dejar de estar relacionados, pero que son distintos y tienen ámbitos de actuación diferentes. La tensión entre la religión y la política, entre el Estado y la Iglesia, es desde entonces un elemento consustancial a nuestra realidad como seres humanos occidentales. Es sin duda una de las aportaciones cruciales del cristianismo y de Occidente a la humanidad.
Vivir en una tensión como esta no era, ni es, fácil. La religión es una de las formas más poderosas de movilizar a los seres humanos y los Estados no iban a abandonar fácilmente la tentación de utilizarla en beneficio propio. A las iglesias cristianas, por su parte, no les resultaría fácil prescindir del poder temporal. La Iglesia católica tuvo incluso que convertirse ella misma en un poder temporal para sobrevivir a las presiones de los Estados (o de los «estadistas»). Los desgarramientos y los sufrimientos a los que esta tensión ha dado lugar son bien conocidos. Resultan condenables e indeseables, pero atestiguan, a lo largo de la historia de Occidente, el fondo problemático y complejo del que venimos y que ha sido el nuestro hasta ahora.
Al final, se llegó a la separación entre la Iglesia y el Estado. El Estado tendrá su esfera de actuación, la puramente mundana de la política, mientras que las iglesias tendrán la suya, que será la espiritual y religiosa. Es una buena solución. Sin embargo, y como es natural, no acaba con la tensión inherente a una situación imposible de simplificar. En nuestras constituciones políticas, el Estado se compromete a respetar e incluso a garantizar la libertad religiosa: no podrá mostrarse del todo ajeno, por tanto, a la realidad mundana del hecho religioso. Además, en muchas naciones occidentales la religión (cristiana) ha jugado un papel histórico esencial. El Estado, como ocurre en España o en Rusia, no puede dejar de reconocer esa situación: negarla sería tanto como contradecir la libertad religiosa. Finalmente, más allá incluso de la frase de Cristo, la naturaleza política del ser humano no puede desconocer la dimensión religiosa. Hay un lazo profundo entre sociedad y religión que sólo se destruye si se acepta el riesgo de instaurar el nihilismo político, es decir el totalitarismo. Por su parte, las sociedades occidentales más religiosas, como ocurre con Estados Unidos, suelen ser las más independientes con respeto al poder del Estado: las que presentan mayor capital social, aquellas que no han confundido lo público con lo político.
La situación en España refleja el equilibrio reciente alcanzado entre Iglesia y Estado, y ejemplifica también algunas de las amenazas que se ciernen sobre él. En cuanto a la Iglesia, hace mucho tiempo que descartó el apoyo del Estado y se ha convertido en una de las instituciones básicas de nuestra democracia liberal. Aun así, y tal vez por eso mismo, la Iglesia católica española tiende a veces a sentirse más cómoda en lo mundano que en lo espiritual: los centros de enseñanza y las instituciones de caridad están llenas de gente, no así las iglesias.
El Estado, por su parte, ha vuelto a caer en la tentación de lanzar una ofensiva laicista, que recupera el modelo secularista según el cual la modernidad se caracteriza por la evacuación de la religión del espacio público. El pluralismo esencial de nuestras sociedades aumenta esta tentación, que conduce con facilidad a una situación nueva, en la que se borra cualquier rastro de religiosidad del espacio público y éste queda monopolizado por la política. Es una nueva forma de Iglesia nacional al servicio del Estado, tal como la imaginaron algunos liberales en el siglo XIX (siguiendo el modelo absolutista previo). Ahora es una Iglesia sin Dios, al servicio sólo de la gloria del Estado o del político de turno. Entre estas dos tentaciones, la de la Iglesia mundana y el Estado espiritualizado, se mueve hoy en día la tradicional tensión entre política y religión, entre Estado e Iglesia.
José María Marco
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