Ciclismo
Farrar vuelve a sonreír
Tyler Farrar no pasó de la cuarta etapa en el Giro. Y no fue por piernas, era el alma lo que le pesaba. El vacío que en ella sentía. Un cuerpo huérfano con vida el que dejó en el pasado Giro el fallecido Wouter Weylandt, su mejor amigo, cuando su cabeza se estampó contra el pequeño muro que separaba la carretera del precipicio en el descenso del Passo del Bocco.
Así se quedó Farrar, sumido en un abismo profundo donde la muerte pregunta, retórica, si de verdad merece la pena el riesgo de subirse a una bicicleta, trazar curvas y acelerar las pulsaciones del corazón por esto. Por el tan lunático, como inexplicable para muchos, amor al ciclismo. Farrar, en una habitación oscura que eran las noches sin dormir, se lo preguntó. ¿Merece la pena seguir sin Wouter, el compañero de entrenamientos, el amigo de las tardes interminables, el rival pero a la vez mejor amigo, el confidente? Dijo sí. Por él, por Weylandt había que caminar. Para ganar.
Farrar es un ciclista, de los pocos, que corre seguro, y no sólo porque cuando gana, como ayer en Redon, priorizó el apoyo en el manillar antes de celebrar su triunfo. Desde que Saul Raisin, el que fuera su primer compañero de piso cuando dio el salto de América a Europa para ser ciclista, se cayó sufriendo un grave accidente que le dejó en coma y le apartó del profesionalismo, se hizo una póliza de seguro para que, en el caso de que le suceda algo, pueda ser repatriado a EE UU. «Lo hice por mi madre», afirma. Lo pasa mal Cindy, cristiana devota, que siempre que su hijo se sube a una bicicleta se va a rezar, y no para que Tyler gane, «sólo para que llegue sano».
Cindy tiene escalofríos desde la lejanía, en la casa de la familia en Washington. De ella salió una mañana, como cualquiera, Ed, el padre. Deportista, sano. Cogió su bici y se fue al hospital, es cirujano, pero acabó llegando en ambulancia, pues un coche le atropelló y se dio a la fuga. Por allí pasaba un compañero suyo y le reanimó. De no ser por él, Tyler sería ahora huérfano. Desde entonces, Ed vive anclado a una silla de ruedas y tiene una bici con pedales para los brazos. Practica dos horas al día. «Eso es deporte y no lo que yo hago», dice Tyler.
No hay pedalada y, sobre todo, victoria que no esté consagrada a Ed. Esta vez los motivos eran suficientes, el corazón palpitaba por dos. Tyler y Wouter. Por él siguió adelante, en un camino de sosiego y reencuentro con uno mismo, con la felicidad, que no con la sonrisa. Para esa precisaba de las dotes amigas, del tiempo que todo lo calma aunque no lo olvida. Del dos que confluyen en uno. Wouter y Tyler fundidos en dos piernas orquestadas por un equipo de lanzadores de lujo. Sobre ellos destaca Thor Hushovd, el dios vikingo, el Campeón del Mundo, el líder del Tour, que ayer fue uno más, sólo eso.
Otro vagón del tren que el Garmin colocó para descarrilar al HTC de Cavendish, perdido como acostumbra en las primeras «volatas» de las grandes vueltas. Hushovd y Julian Dean, el último cañón antes del cohete de Farrar, desataron el esprint. Cuando se apartó, Dean lo vio claro. Había ganado Farrar y se levantaba celebrándolo. Pero Farrar, que ya no cree en los milagros, no lo creyó, pues tuvo que emplearse a fondo con Rojas, tercero, y con Romain Feillu, segundo. La sonrisa de Farrar volvía a iluminar una meta. La mueca y el gesto, índices y pulgares de sus manos cruzadas en una W perfecta hacia el cielo. Para Weylandt.
Rojas, maillot verde de la regularidad
José Joaquín Rojas no ganó la etapa, aunque a punto estuvo de hacerlo en un esprint casi perfecto el que realizó el campeón de España. Tercero se quedó el murciano del Movistar, pero se marchó con premio, el maillot verde que viste al ciclista más regular del Tour. «Estoy demostrando que puedo ganar una etapa, estoy en un momento de forma muy bueno». Hoy lo tendrá complicado para cumplir el objetivo, con la llegada al Muro de Bretagne, donde sus dos últimos kilómetros suman un 6.5 de desnivel medio y donde Phillipe Gilbert será de nuevo la referencia para conquistar la etapa.
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