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Cataluña

After hours

La Razón
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Un tipo un poco extraño que se pasaba la vida en la carretera me dijo de madrugada en la barra de un bar: «No viajo por el deseo de conocer sitios, no, nada de eso. Lo hago por la necesidad de olvidarlos. Trago kilómetros y más kilómetros con la mitad de un cigarrillo siempre prendido en los labios para que si me duermo al volante me despierte su quemadura, y casi nunca entro en las ciudades.

Llego a un sitio como consecuencia de huir de otro. Y siempre a mucha velocidad. Detesto que se me junten en la memoria los remordimientos, las ciudades y las señales de tráfico. He recorrido así todo el país, amigo, y no podría decirte cómo es ninguna de las grandes ciudades. Un día una fulana que vivía en Yecla y quería cambiar de aires y sabía que yo había estado en Cataluña, me preguntó como era Barcelona Y yo le dije… ¿Sabes que le dije, amigo? Pues le dije: "Pasé por Barcelona demasiado rápido, nena, de modo que lo único que puedo decirte es que Barcelona es una ciudad borrosa"».

Me acordé de aquel tipo ayer por la tarde mientras chateaba con un amigo en la nebulosa estepa de Facebook. A entrar en situación me ayudó mucho la circunstancia de escuchar en ese momento por los cascos del ordenador la voz de Joe Cocker cantando «Night calls». Nos une la relativa amistad que se cultiva sin necesidad de afecto en Facebook, pero nos permitimos la franqueza necesaria para que yo le dijese que me felicitaba de haberme tropezado en ese universo virtual con alguien que también tenía escoceduras de la noche. Le dije: «Celebro que todavía haya gente que se echa a la carretera de madrugada con las luces apagadas y con la esperanza de llegar vivo y a tiempo de ser el primero en velar su propio cadáver en el cementerio».

Recordé entonces al tipo que pasaba de largo las ciudades y pensé que ni siquiera él sería lo bastante afortunado para permitirse el lujo de ver borrosos también sus cementerios. La muerte está siempre al final de todo, esperando tanto por el tipo afortunado que salva la piel por conducir dormido al pie de la letra por la carretera con la que va soñando, como por el pobre diablo que muere abrasado al plantar fuego en sus narices las dunas del desierto que patea con dos sorbos de talco en una cantimplora de esparto. Pero no hay que preocuparse demasiado. Quienes hemos vivido al límite sabemos que si cierra el último garito y nos vence el sueño en la carretera, siempre nos quedará el consuelo de saber que a la salida de la siguiente curva, y antes de la próxima ciudad borrosa, incluso sin necesidad de barman funciona como un puto «after hours» la muerte. (A mi amiga Adriana Fernández Lagoa).