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La cabecera

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En cada etapa de nuestra vida es normal que tengamos temores determinados, propios de ese momento biológico de nuestra existencia. Ahora pienso en mis planes de fin de año de cuando era joven y lo veo todo tan confuso que ni siquiera podría asegurar cuáles eran con precisión mis ilusiones de entonces.

A lo mejor es que en realidad nunca me tomé en serio mis planes de fin de año. Tampoco estoy seguro de que mi posición de ahora sea el resultado de un mérito, y menos aun, que haya sobrevenido como resultado de un esfuerzo.

Desde luego hay algo con lo que estoy seguro de no haber contado jamás, una circunstancia que sobreviene sin que hagas nada por merecerla ni puedas siquiera evitarla. Me refiero al lugar que ocupo en la mesa de fin de año. He llegado a la cabecera en un abrir y cerrar de ojos, sin otro mérito que la fatalidad de hacerme mayor, con la inevitable entereza de quien sabe que hay dudosos privilegios a los que no se les puede poner remedio.

Más allá de la cabecera de la mesa no hay nada. Podría hacer planes para mejorar en el trabajo o pensar cambios en mi vida para procurarme nuevas amistades, pero nadie me salvará de la maldita cabecera de la mesa.

Pienso en quienes la ocuparon antes que yo y no me queda más remedio que aceptar que su destino será también el mío. Pasé muchos años lejos de esa cabecera, toda una vida ajeno al grave peso vital de la relojería, pero ahora que estoy sentado en ella, miro hacia el lugar desde el que vengo, echo cuentas, pienso en lo que ocurrió con quienes me precedieron y desisto de hacer planes porque sé que mis posibilidades reales de prosperar disminuyen hasta prácticamente desaparecer habida cuenta de que entre la cabecera y la muerte ya no hay más sillas.

La cabecera de la mesa suele ser un lugar privilegiado en el que se sienta la persona que más respeto merece. Se supone que le admiran porque tiene experiencia y hasta puede que sea sabia. No sé si será ese mi caso.

A veces creo que quienes miran hacia la cabecera de mi mesa no lo hacen exactamente con admiración, ni con respeto, sino, lisa y llanamente, con la esperanza de que no me desplome de repente y les joda la cena.