Estreno

Abel Ferrara: un apocalipsis de risa

Fue la jornada de los abucheos. Abel Ferrara lideraba la competición veneciana con su risible visita al día del juicio final, «4:44, Last Day on Earth». Le seguían de cerca la italiana «Quando la notte», un grotesco melodrama psicoanalítico sobre la maternidad; la israelí «The Exchange», un corto alargado sobre la alienación de un profesor universitario; y la acostumbrada película sorpresa de la Mostra, la china «People Mountain People Sea», la más estimulante del paquete.

Dafoe y Ferrara mostraron ayer en Venecia su buena sintonía
Dafoe y Ferrara mostraron ayer en Venecia su buena sintoníalarazon

El filme de Cai Shangjun estaba gafado desde que pisó el Lido: mientras la proyección matinal para la Prensa se suspendió por culpa de un archivo de subtítulos corrupto, la de la noche se interrumpió media hora porque un sospechoso olor a quemado provocó la alarma, silenciosa y civilizada, de los asistentes.

Serpientes que mudan la piel
«Hay dos cosas que siempre son de verdad: los impuestos y la muerte. De los impuestos se ocupa Hacienda, pero ¿quién se ocupa de la muerte», se preguntaba el reformado director de «El funeral». Su película es tan patafísica como sus declaraciones de principios. Es el contraplano a «Melancholia»: si Lars Von Trier no dudaba en que viéramos cómo era el fin del mundo a vista de sonda espacial, Ferrara se conforma con quedarse en una habitación, en la que una pareja –él (Willem Dafoe), ex adicto; ella (Shanyn Leigh), pintora– hacen tiempo hasta que todo acabe. Hacen el amor, piden raciones de comida china, hablan por Skype...

A nadie parece importarle que las pocas horas que faltan para el definitivo «apaga y vámonos», y al que menos a Ferrara, así de descuidada, indolente y errática es la película. Sólo una escena –el encuentro entre Dafoe y tres antiguos compañeros de vicio– parece respirar la verdad que busca Ferrara en sus insulsas imágenes. Lo demás parece concebido como un vídeo de promoción de la meditación trascendental, el mejor antídoto, según el cineasta, contra el calentamiento global y la crisis económica. Somos como serpientes: si llega el Apocalipsis, cambiaremos de piel y nos reencarnaremos en motas de polvo. Budismo para «dummies».

Buda ha perdido su silla en «People Mountain People Sea». Imposible creer en nada que no sea el dolor y la venganza cuando un desaprensivo mata por una motocicleta. La escena del asesinato es escalofriante, y cuando el protagonista empieza a buscar al culpable de la muerte de su hermano por los bajos fondos de la ciudad, descubrimos una China que al Gobierno comunista no debe haberle gustado nada (había rumores de que ése era precisamente el motivo de que fuera la película sorpresa: para que las altas esferas de su país no tuvieran tiempo de retirarla de la programación, y con ella desaparecieran los demás filmes de su delegación).

Policía inoperante o corrupta, tráfico de drogas, minas ilegales... «People...» no parece dejar títere con cabeza. Brusca a la vez que elusiva, decae en su tercio final: su tendencia a esconder información oscurece la claridad del relato. La venganza se consuma, pero es posible que el espectador no lo advierta en una primera visión. «The Exchange» hace el ridículo llevando al extremo el comportamiento de su personaje. Un día, cuando vuelve del trabajo, Oded siente a su propia casa como extraña, como si no le perteneciera. Esa sensación de extrañamiento contamina todos los puntales de su pequeño mundo: su empleo en la universidad, su pareja, sus viajes en autobús. El problema es que Eran Kolirin –autor de la más accesible «La banda nos visita»– no deja que la supuesta alienación de su antipático héroe –con el que es imposible identificarse– contagie a la puesta en escena, de modo que su actitud resulta estéril e irritante.


Ambiciosa «rara avis»
Tiene mérito hacer una película de ciencia-ficción en un cine, el español, especialmente reticente al género. En «Eva», ópera prima de Kike Maíllo que se estrenó ayer en la Mostra fuera de concurso, la inteligencia artificial se integra con naturalidad en un mundo que evoca la década de los setenta, como un marco incomparable –el de una cierta nostalgia por el cine que el director mamó cuando era joven– que decora un triángulo amoroso que resulta de lo más clásico. En «Eva» (en la imagen, uno de los robots del filme) se debate la responsabilidad del artista ante su creación y se asiste al tránsito hacia la madurez de un personaje que se agarra a su amor de juventud como si fuera un clavo ardiendo. Si la película no tardara tanto en arrancar y dependiera un poco menos de su sorpresa final, sería algo más que una «rara avis» en nuestro cine