Atlético de Madrid
En rojiblanco
Jesús Gil y Gil era especial. Nos volvió locos con las sociedades anónimas y los ingresos atípicos en los ochenta, nos mareó con Marbella en los noventa y nos dejó en herencia el Atlético del siglo XXI. Con su muerte, se acabaron las alucinaciones, aquellas en las que fuerzas de seguridad entraban a punta de metralleta en el Calderón mientras se convertían en presidentes a los sucesores de Gaby, Fofó, Miliki y Fofito. Aquel Atleti de «Cuéntame», con olor a rancio y a posguerra, dio paso al que, desde hace media docena larga de temporadas, lideran Enrique Cerezo y Miguel Ángel Gil Marín, dos personas injustamente tratadas en el fútbol español. Escuché gritos de «Gil, cabrón, fuera del Calderón» y me dolieron especialmente aquellas pancartas de «Cerezo, muérete», suscritas por un infame desfile de ignorantes y desagradecidos, capaces de presumir de rojiblancos mientras asesinan sus propias camisetas. Si aquella noche de junio de 1992 la familia Gil y Enrique Cerezo no hubieran puesto el cheque del Banco de Vitoria, negociado por Carlos García Pardo con Mario Conde, el Atlético hubiera desaparecido. A Miguel Ángel Gil y a Enrique Cerezo se les debe mucho, además de millones de euros; se les debe reconocimiento, gratitud y cariño. Me alegré infinitamente de la victoria en Montecarlo, de su título de Supercampeón de Europa, y no pude evitar una mirada al pasado, al de las metralletas, al de los juzgados, al de Alhaurín.
Hoy, el Atleti es un club que mira al futuro, moderno, profesionalizado, racional y estructurado. Y, además, gana. Es el mejor equipo de Europa del momento. Su título lo acredita. Campeón de campeones. Merecen nuestro respeto más afectuoso.
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