Ministerio de Justicia
Fiscales de laboratorio
No hay tiempo. Las elecciones generales serán el 20 de noviembre, luego las Cámaras se disolverán a finales de septiembre, a las pocas semanas de iniciarse el periodo de sesiones. Aunque el Gobierno no está en funciones –lo estará entre el día de las elecciones y la toma de posesión del nuevo Ejecutivo– con las Cámaras disueltas ya no puede remitir proyectos de ley y quedan caducados los que estén en trámite.
Recuerdo estas ideas porque ya no da tiempo a remitir a las Cámaras ni a que éstas tramiten y aprueben la nueva Ley de Enjuiciamiento Criminal, cuyo anteproyecto se presentó hace unas semanas. Ignoro las razones de haberlo dejado para el último momento, pero que esa ley no salga, como tampoco la de Igualdad de Trato o la de la eutanasia (encubierta), al menos no agravará un balance de casi ocho de leyes devastadoras para libertades, derechos, convivencia, unidad territorial, etc. Qué puede pasar en la próxima legislatura lo ignoro, pero esos tres anteproyectos quedan durmientes, amenazantes.
Aun con este panorama de cierre, el fiscal general del Estado ha publicado dos artículos en defensa de ese anteproyecto de Ley de Enjuiciamiento Criminal que, como se sabe, atribuye la instrucción penal al Ministerio Fiscal. El primero lo publicó en El Mundo el 2 de agosto –«La imparcialidad del sistema»–, y el pasado 16 publicó otro en LA RAZÓN, «Nuevo proceso penal». Tras leerlos me reafirmo en mi criterio contrario.
Firmo todo lo que afirma el fiscal general: la lógica del sistema de investigación penal no se aviene con una suerte de jueces sabuesos, investigadores, que es lo que tenemos. Lo propio del juez es juzgar y ejecutar lo juzgado; la función del fiscal se aviene más con la de investigar, dirigir a la Policía, con la idea de trabajo en equipo y, en su caso, sostener la acción penal ante los tribunales. En ese modelo de instrucción penal, la intervención del juez debe ser la de garante o, como tantas veces se ha dicho, el juez de instrucción debe pasar a ser juez de la instrucción.
Es fácil coincidir en el debate científico sobre el sistema procesal penal deseable. Pero frente a productos de laboratorio jurídico, donde los experimentos siempre salen bien, está la realidad de su aplicación. Esa realidad sirve para valorar la calidad de nuestro sistema democrático, el respeto del poder político a órganos e instituciones que más allá de la neutralidad o son independientes o no son. No pondré siglas, pero la experiencia confirma que hay partidos que no conciben esa independencia, que son renuentes a una democracia basada, entre otros principios, en el de «checks and balances», es decir, control del poder y equilibrio de poderes. Creen en el poder total.
No hablo de ficciones sino de hechos. Dos ejemplos. Que el Consejo General del Poder Judicial o el Tribunal Constitucional sean nombrados por los partidos sería aceptable si hubiere visión de Estado. En ambos hay reparto por cuotas y el Tribunal Constitucional queda erigido en tercera cámara, en órgano en el que la lucha política continúa ya revestida de formas y lenguaje jurídicos. Hagamos la prueba del algodón. ¿Acaso el Consejo no viene reproduciendo la composición del Parlamento, no lleva a la Justicia la idea de politización? Frente a las críticas de politización del Tribunal Constitucional su presidente proclama su independencia; bien, repasemos sentencia a sentencia: ese Tribunal ¿ha contrariado alguna iniciativa o estrategia de este Gobierno?
Son dos ejemplos de la actitud del poder político hacia esos órganos, luego ¿cómo confiar en que no ocurrirá lo mismo con un Ministerio Fiscal instructor, dependiente del Gobierno?; ¿acaso ha contrariado algún fiscal general al Gobierno que lo designa en asuntos de alto voltaje político o ideológico?; luego ¿qué ocurriría si se le atribuyese el poder de la instrucción penal?; ¿acaso el ministro de Justicia no justificó el cambio al fiscal instructor ante su desacuerdo con lo hecho por algún juez instructor? A los «casos Garzón» me remito. Por eso, aun criticable, prefiero lo que hay –el juez de instrucción– frente a un modelo deseable pero letal en un país con un poder político con graves carencias en el respeto hacia órganos e instituciones independientes.
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