Guerrilla

Hugo Chávez: Un golpista adicto al poder

La Razón
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Como otros muchos, también Chávez fue subestimado. Hoy es un mito. Sus simpatizantes lo veneran como a un dios. Sus detractores lo odian. «Tiene una inmensa necesidad de afecto, de que lo adoren. No soporta no tener la palabra», comenta Alberto Barrera, uno de sus biógrafos. «Aló Presidente», su programa televisivo semanal, dura 7 horas. Hablar es lo que más le gusta. Chávez vive del escenario y de sentir el calor de los focos. Lo que más aprecian de él sus seguidores es que: «Dice lo que pensamos». Cuanto mayor sea la ovación, más agresivo es su discurso. Hacerse famoso siempre fue el gran sueño del pequeño Hugo de Sabaneta, una ciudad en la provincia andina de Barinas. Creció junto a sus cinco hermanos en el seno de una familia sencilla, en una casa de suelo de barro y techo de palmeras. En un diario, a los 19 años, anotó: «Ojalá tenga en algún momento que asumir la responsabilidad de mi patria». Para alcanzarlo, Chávez trabajó consecuentemente. Fue a una escuela de cadetes. En la academia militar se licenció en Ingeniería. En los 80 fue alumno del politólogo Friedrich Welsch en la universidad de élite Simón Bolívar. Chávez intentó en 1992 dar sin éxito otro golpe de Estado. Fue detenido. Pero este fracaso significó el principio de su carrera. En 1998, obtuvo el 56,6% de los votos en las presidenciales. «Chávez es adicto al poder», declaró en una ocasión su psicólogo Edmundo Chirinos. Trabaja como un poseso, duerme 4 horas y bebe unas 30 tazas de café al día. «Nunca pensó que su elección como presidente tuviera otro fin que el de cambiar la Historia», reconoce Barrera. A Chávez le gusta dar la imagen de líder apasionado y siempre impredecible, que no es más que una máscara, dicen quienes lo conocen. Más de una vez ha sido tomado por loco. Pero todo está muy bien calculado. Incluso cuando parece que estalla, está todo pensado.