Historia
«Déjà vu»
Las declaraciones del ex presidente de Gobierno Felipe González respecto a aquella vez que pudo «hacer volar» a la cúpula de ETA por los aires franceses, me han hecho «volar» al pasado. A nuestra memoria histórica. No a la Guerra Civil, cuando prácticamente muy poquitos habíamos nacido, sino a esa otra, mucho más reciente, en la que casi todos éramos prácticamente pequeñitos y vivíamos en una España que jugaba a ser democrática pero que sólo era una agónica dictadura que apenas si se había quitado el gabán de Ley Orgánica y «autarquía cuartelera» para abrazar el peso de la culpa del pasado, la libertad sin ira, la Transición modélica y pacífica (?), el prometedor socialismo que asumió con toda naturalidad la herencia del Régimen, enriqueciéndola con «café para todos», y nos consiguió una entrada para la OTAN y un puesto en el mapa de Europa, que hasta que no llegó Felipe terminaba en los Pirineos. Aquellos años del paro que todavía no era culpa de la emigración, los residuos de un no tan lejano «no future» punk, el tiempo en que las chaquetas de pana eran tendencia hasta en la Pasarela Cibeles, de la movida promovida por el Ayuntamiento, cuando algún anciano venerable socialista nos recomendaba «colocarnos» con un porrito (no se encontraba en la época otro tipo de «colocación»). A los años de plomo, cuando ETA había hecho de España su matadero y todo el mundo aceptaba los tiros en la nuca como penitencia por lo malos que habíamos sido tolerando a Franco durante casi cuatro décadas. A toda aquella caspa teñida de purpurina para aparentar una modernidad que estábamos lejos de soñar siquiera… El socialismo, a través de Felipe, se instituyó en la mentalidad de las gentes como única alternativa de porvenir, como pensamiento correcto. Duró mucho, el «felipismo». Parecía eterno. Tenía vocación de permanencia. Felipe y los suyos –casi todos hombres, no había «cuotas» femeninas en aquel tiempo– nos convencieron de que el socialismo era lo innovador, lo avanzado, lo imprescindible para dejar definitivamente atrás el franquismo, que se necesitaban cuatro décadas socialistas para compensar el atraso del pasado con la nueva «modernidad» progre. Pero los escándalos de corrupción económica interrumpieron el ambicioso sueño socialista de poder. Los GAL, el crimen de Estado, a pocos votantes importaba en un país sin el más mínimo vestigio de usos y costumbres democráticas. Los políticos, criados a los pechos de la dictadura, no sabían entonces (¿lo saben ahora?) que el poder, en democracia, ha de llevar implícita la misma advertencia que los orinales (con perdón de la mesa) en tiempos de Napoleón: «Úsame bien, consérvame limpio, y no diré lo que he visto…». El verbo de González me han provocado un «déjà vu» escalofriante, una leve aberración neurológica con el espantoso sabor de un pasado indigno. Marcelino Iglesias, el sucesor de Leire Pajín, diría que eso es porque «González excita a mucha gente…». Bueno, sexualmente no sé. Pero sus palabras ya lo creo que excitan: a mí me han puesto de una mala leche que no veas.
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