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Ardillas por Alfonso Ussía
Convenientemente camuflado –gorra, gafas de sol y auriculares que no funcionan–, he probado la experiencia de correr en El Retiro. Chandal negro, muy respetuoso con mi edad, y unas zapatillas de deportes con cámara de aire que concedían a mis zancadas la estética de un canguro atribulado. Lo cierto es que he corrido unos doscientos metros, y posteriormente he paseado el Real Parque con recomendable parsimonia.
Soy como Rubalcaba. Salida estallante, pero me desfondo antes de alcanzar la media distancia. Seres humanos extrañísimos me he topado durante mi paseo. Una pareja más entrada en kilos que en años, trotaba con chocante alegría y afición con las manos entrelazadas. Un tipo vestido de amarillo pollo me ha adelantado por la izquierda, ha esquivado el tronco de un castaño y se ha perdido en el horizonte verde en décimas de segundo. En un banco, una bellísima atleta urbana fumando un cigarrillo. Me lo ha explicado. –Corro para limpiar los pulmones, y cuando los siento aireados, enciendo un cigarrillo y me entra el humo maravillosamente–.
Se aprecian ya las yemas del renuevo. Los prunos florecidos. Y he vuelto a ver ardillas, que habían desaparecido por culpa de los perros. El perro madrileño es muy propenso a perseguir ardillas, y si entra en lo posible, a darles matarile. Gorriones. También cotorras verdes, que se han adueñado de espacios que no les pertenecen. El Retiro es un mundo aparte, del que es Alcalde Honorario Antonio Mingote, que se conoce sus árboles uno por uno. Le concedió dicho honor el Viejo Profesor, el Alcalde Tierno Galván, y así lo han tratado y respetado sus sucesores, Juan Barranco, Agustín Rodríguez-Sahagún, José María Álvarez del Manzano, Alberto Ruiz-Gallardón y Ana Botella, la actual Alcaldesa de la Villa Y Corte. En el estanque, unas pocas parejas de enamorados reman mientras se dicen las dulces bobadas de siempre, y algunos estudiantes con aspecto de haber hecho pellas asustando a los patos. Los patos –lo he observado desde niño y mi conclusión se acerca a la ciencia ornitológica–, se asustan con cualquier tontería.
Madrid, y muchos lo ignoran, es una de las ciudades más arboladas y frondosas del mundo. Y a los visitantes que no corren con frenesí malsano y prefieren el paseo sosegado, les recomiendo que se detengan ante el gran sauce mexicano, el inmenso taxolio plantado en el siglo XVII, al que el resto de árboles y plantas rinden obligada pleitesía. Me ha entristecido comprobar cómo pasan a su lado los corredores sin reparar en su grandeza, como si pudieran disfrutar de un árbol de esa majestad todos los días.
Los perros van atados, y ese detalle permite la contemplación de las ardillas. Más rojas que pardas. Me fascinan las ardillas, y no pienso perder un minuto buscando en mi mente los motivos de tal fascinación. Pero me gustan aún más cuando las veo libres con los ruidos de la gran ciudad en su entorno. Madrid es un milagro para detenerse de cuando en cuando y valorar sus prodigios. Vamos como autómatas de un lado al otro y no guardamos ni un minuto de nuestro tiempo para pasear por nuestro mejor pasado.
El taxista, muy amable, me ha preguntado cuántos kilómetros corro, y para no decepcionarlo, le he respondido que unos 20 kilómetros diarios. Como era un hombre educado, ha preferido no entrar en detalles pesados y nada convenientes.
Tenía esa asignatura pendiente. Saber cómo se siente uno en chandal, con gorra, gafas, auriculares y zapatillas deportivas con cámara de aire por Madrid. Asignatura aprobada. He visto ardillas y me he sentido ridículo total.
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