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La última confesión de Fraga

Murió «pobre, absolutamente pobre», dice un amigo. Al final de su vida quiso reconciliarse con algunos rivales políticos y estar en paz con mucha gente. Comió con Felipe González

La última confesión de Fraga
La última confesión de Fragalarazon

Fue como una de esas olas impetuosas de su mar de Galicia que, después de romper contra la roca, se remansa en la orilla. Manuel Fraga, ya cansado en lo físico, presionado por el cariño de su familia, acabó también en el remanso del sencillo apartamento de 90 metros cuadrados de su hija. Porque no se jubiló hasta los 89 años, cuando tras las últimas elecciones, no volvió a presentarse como senador.

En realidad, no hizo mucho más de lo que ya, en 2006, había dejado escrito en su libro «Final en Fisterra» como el final de una tierra y de una vida. Lo consideró, por eso, un tiempo propicio para «un examen de conciencia de cara al final ineludible, y al iniciar su retirada». Pensaba que, a partir de ese momento, lo que correspondía a su vejez, lo deberían escribir otros.

Todavía sumido en sueños e inquietudes de política menor, estaba más abierto al cariño, a la comprensión. Aquel a quien algunos llamaron el «León de Villalba» aceptó sus renuncias y su deterioro con resignación y equilibrio. Fraga aprovechó este último tiempo para reconciliarse con todos. Hacía unos años había dejado constancia escrita de que al llegar el final «la conciencia pesa cada vez más aunque la esperanza de convencer a otros pesa menos».

Reflexión
Fue un tiempo propicio para reflexionar, para pensar en los aciertos y en los errores. Fraga tenía una profunda fe cristiana y se fue en paz con todas las personas, con todas sus inquietudes...

Hace unos siete meses, en una de las comidas que organizaba su amigo Ángel Sanchís, se vio con Felipe González. Con él contrastó impresiones de aquellos años de política, de rifirrafes... «Estuvo cariñosísimo con Manolo», cuentan los que participaron en ese almuerzo, y es que todos los que le conocían a fondo acababan desarmados por su humanidad. Quería irse con todo aclarado, cerrado, en paz. Ya, en su retiro, recibió la petición de un periodista que no había tenido con el presidente fundador el mejor trato, pero quería reconciliarse con él porque se había rendido «a la realidad y a la historia». Fraga, aceptó y pidió que gestionaran esa visita: «Que venga cuando quiera». Pero se fue antes de que eso fuera posible.

El padre Jesús Álvarez Maestro, agustino recoleto, «testigo de su fe cristiana», fue quien le asistía cada vez que solicitaba los auxilios espirituales en Madrid. «Hace más de un año que, en un acto de madurez cristiana me pidió que le administrara el sacramento de la Unción de los Enfermos, para prepararse a su encuentro definitivo con Dios», destaca. La última vez, fue quince días antes de su muerte.

Fraga llegó a su descanso en la calle Fernando el Católico «pobre, absolutamente pobre» de equipaje, destacaba su amigo Ángel Sanchís. Nunca le había importado el dinero. La corrupción no cabía en su mundo y ante los casos que afloraban siempre reclamaba prudencia. «En toda mi vida jamás me he dejado engañar por el espejismo del dinero fácil», decía.

No tuvo problema para deshacerse de los oropeles de la política. Había dado, con toda naturalidad, el salto desde los grandes despachos ministeriales o de presidencia de la Xunta, pasando por el más humilde del Senado, a la sencilla y grande mesa camilla en el salón de la casa familiar. Los 90 metros cuadrados se habían convertido en su nuevo cuartel general, en un lugar para los recuerdos.

Era una casa de puertas abiertas para el que le quisiera visitar. Nada era ostentoso y grande excepto el abultado número de prensa diaria. Al Manuel Fraga retirado de la política activa le seguía importando el latido de la vida de su país, de sus amigos. Seguía leyendo titulares, acariciando portadas, subrayando noticias. Desde esta humilde cátedra, el insigne profesor, impartía pequeñas lecciones de amistad y consejos.

Se interesaba por sus amigos, por sus problemas, mientras pensaba y repasaba de qué forma les podía ayudar. Le gustaba recibir visitas e invitarlos a comer. A los más jóvenes les preguntaba «¿cuándo te casas?» o si no, lo convertía en recomendación. Con los más veteranos, repasaba los comienzos de Alianza Popular, los tiempos difíciles...

Una de sus amigas, al visitarle, le llevó las cartas de aquellos inicios en los que aglutinaban afiliados para construir el futuro, o la hoja de afiliación de un bebé recién nacido que con un billete de dos pesetas de cuota, de manera simbólica, pedía aquellos años militar en el partido de Fraga. Sus ojos verdosos se nublaron al recordar. El presidente fundador del Partido Popular era consciente de que dejaba, casi recién nacida, una gran ilusión: la Fundación Manuel Fraga en su casa de Villalba. Por eso, recogía en una pequeña carpeta todas esas pequeñas historias. Se ajustaba las grandes gafas de pasta para leerlo todo, mientras sacaba su pluma estilográfica del bolsillo y tomaba notas. Se interesaba por todo lo que sirviera para completar ese recuerdo y último servicio a la sociedad. Su hija médico le hacía de secretaria, le gestionaba las visitas de sus amigos y colaboradores –no más de una diaria–, o respondía a alguna de las cartas que recibía. Porque no quería perder la costumbre de contestarlo todo.

Siguió jugando al dominó aunque alguno de sus compañeros de partida ahora fueran sus nietos.

Cuando su salud le impidió definitivamente su presencia en la Cámara Alta, se llevó consigo lo que consideraba un gran fracaso: no haber logrado la reforma del Senado. Manuel Fraga se quejaba de que no habían hecho caso a sus propuestas de reforma para convertirlo en una «cámara de representación territorial como marca la Constitución». En el registro de la biblioteca era también el número uno a la hora de pedir libros, había dedicado mucho tiempo en estudiar la manera de cómo acometerla. «Se pierde el tiempo y el dinero en pavadas, como la del plurilingüismo y la traducción simultánea», comentaba en más de una ocasión.

Satisfecho por su obra
Estaba satisfecho por el triunfo electoral del Partido Popular. «Que gobierne el PP es lo ideal, si no, ¿para qué iba estar yo trabajando aquí?», decía.

Veinte días antes de que empeorara su salud recibió la visita de Abel Matutes. «Le vi perfecto de mente, rapidísimo,» asegura y logró arrancarle una sonora carcajada recordando anécdotas.

Le quedaron amigos por ver, gestiones por hacer... Afrontó su edad y el paso del tiempo con estas palabras: «Esto no tiene arreglo y cada vez soy más consciente de mis limitaciones, funciono con la modestia del gas». Nunca dejó de luchar.

En los últimos días se había instalado en la serenidad y la paciencia, confiado en el seguro reencuentro con su esposa, Carmen Estévez, por la que sentía «una profunda añoranza».

 

Familiar y lleno de paz
Cada verano, Manuel Fraga volvía a sus orígenes gallegos, a su casa de Perbes, donde daba rienda suelta a sus aficiones, pero su salud no le permitió acudir el verano pasado.
En el interior de la vivienda, los astados y cornamentas de caza formaban parte de la decoración de la casa y los pasillos, al igual que los retratos de la familia, entre los que cabe destacar los dos lienzos dedicados a sus padres, que alberga uno de los dormitorios. Allí, los vecinos veían detalles de su gran humanismo, ya que atendía a todo el mundo con un enorme cariño. Caminaba por la playa, dejando sus huellas, las mismas que dejó en sus amigos, en la política, entre sus vecinos, en la historia.