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OPINIÓN: Un sudoku veneciano por Soldado Ryan
A la altura del Quattrocento, los banqueros de la nobleza veneciana habían aprendido ya que, en caso de guerra, la mejor manera de asegurar las ganancias era prestar el dinero a ambos bandos en conflicto. El crédito que se perdería por una mano con el bando derrotado se recuperaría con creces por la otra en el lado victorioso. Era, y es, el modo más sencillo y eficaz de acertar siempre esa quiniela.
Los Dogos de la Sereníssima Signora entendieron a la perfección que su poder era consecuencia directa de mantener la alianza con esa raza de usureros que pactaba en simultáneo y en secreto con el Papa, con el Milanesado y con el Gran Mogol; con el Kanka Musa del Imperio del Malí y con el heredero del Sacro Imperio. De las enseñanzas de aquellos prestamistas italianos son sus dignos herederos los Morgan, los Rotschild o los Rockefeller, quienes financiaron a lo largo del siglo XX lo mismo la Revolución Bolchevique que el ascenso del Führer o el Plan Marshall. Aunque también es cierto que de ese origami de dobleces procede en parte este gatuperio de finanzas que recorre el globo.
Quiero decir con esto que lo lógico y lo consecuente, en democracia, es que el pueblo también juegue a ganador en todos los frentes. Sin embargo, ¿cómo apostar a varios si el principio establecido es el de «un hombre, un voto»? (No me hagan decirles lo que Cela añadía a renglón seguido de esta frase).
La solución a ese sudoku es bien sencilla. Bastará contemplar el juego de la democracia como un todo. Un juego de prudentes en el que, fuere el que fuese el resultado, siempre ganaremos el conjunto de los ciudadanos y no el grupo político que creerá haberse apropiado del poder para cuatro o para treinta años. Hace falta cierta elevación de miras y algo de condescendencia, es verdad, pero no me hagan ponerme demasiado cursi o sensiblero, que luego me la lían los muchachos cuando regrese a Atlanta.
Nuestros expertos en Política Exterior repiten siempre que desde la II Guerra Mundial todas las democratizaciones duraderas que han existido en el mundo fueron pilotadas por partidos moderados (y jamás de izquierdas). Los idealismos radicales terminan por agotar la gasolina de la democracia apenas en un rato. Es por eso que al ganador de las elecciones de mañana le conviene no olvidar la llamada «teoría del efecto perverso», según la cual, cualquier acción destinada a mejorar algún aspecto del orden social, económico o político, a partir de un determinado punto extremo, sólo conseguirá invertir la tendencia hacia el lugar opuesto. La insistencia en maximizar el esfuerzo hacia un objetivo produce el efecto contrario al que se pretende. Tal vez esto explique el movimiento pendular que nos dibujan los trazos de la Historia. Y mejor que ocurra así. La inmovilidad nos confundiría con los muertos.
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