Barcelona
Quién mató a este hombre
El zoólogo Jordi Magraner vivía en el Hindu Kush pakistaní estudiando su fauna, hasta que, al llegar los talibanes, fue asesinado en 2002. Su muerte es todavía un misterio
Dicen que en la cordillera del Hindu Kush hay más de cuarenta picos por encima de los 6.000 metros. Dicen que albergan lagos edénicos, glaciares, tesoros indescriptibles... pero que el mundo sólo recuerda al más alto, al campeón, el que mejor supera los 7.000: el Tirich Mir. La altura le hizo merecedor de un nombre y, de esa forma, de un lugar en la memoria.
Hasta escuchar la historia de el-hombre-que-fue-a-buscar-al-yeti nunca había entendido qué impulsa a esa gente que dedica años a investigar las vidas de otros. Pero cuando me plantearon seguir la pista de Jordi y comencé a descubrir el mundo a su alrededor, me supe absorbido por la historia, de algún modo parte de ella. No tardé en instalarme una temporada en la «banlieu» donde el zoólogo pasó su infancia y juventud y comprendí que, si nada lo impedía, iba a seguir su rastro hasta Pakistán.
Jordi Magraner, de padres españoles, nació en Marruecos y creció en Fontbarlettes, un barrio marginal de la francesa Valence. Allí me recibieron su madre, Dolores, y su hermana, Esperanza, dispuestas a abrir las dos maletas de hierro donde guardaban documentos que resumían los quince años pasados por Jordi en las montañas. El salón lo presidía un discreto altar con una foto enmarcada donde Jordi, tocado con un pakhol, montaba un caballo blanco. «La eternidad te acoge y te guarda en su universo de PAZ», rezaba un cartelito adherido al marco, en recuerdo del Magraner que fue asesinado en agosto de 2002 en circunstancias aún no resueltas.
Fontbarlettes era, es, un barrio con una numerosísima inmigración musulmana. En las calles podían verse coches incendiados durante las revueltas callejeras contra el gobierno. Cuando un balón golpeó el ventanal del salón de los Magraner, Esperanza exclamó:
-¡Morangos!
-No –dijo su madre–. Estos vecinos son buena gente. Me saludan muy amables y me tratan muy bien. Una cosa es una cosa y otra es otra.
Entonces, las mujeres comenzaron a desgranar la vida del hombre que, como ellas mismas asumieron, trajo a la casa la idea de que otra vida era posible. El joven que demostró que siguiendo un ideal podías alcanzar las metas más impensadas. Que señaló la importancia de una fe, la que fuera, pero una fe. Jordi fue un hombre que creyó, y a pesar de que a partir de cierto instante su entorno se convirtió en infierno, nadie le arrebatará ya los años de inmensa libertad y sueños cumplidos que vivió en el Hindu Kush.
Realizó dos expediciones más a Pakistán, hasta instalarse en 1994 sin fecha de regreso a Francia. Así que ahí estaba Jordi, vestido de camuflaje, con gafas infrarrojas (porque el barmanu prefería salir de noche) y un rifle (cargado con dardos narcóticos). Disfrutando de una naturaleza impresionante y viviendo como alguna vez soñó, aunque en Francia nadie hiciera mucho caso de los informes que periódicamente enviaba aquel «pequeño inmigrado». Sin embargo, la televisión belga primero y los académicos ingleses después, le iban a prestar una inesperada atención.
En el valle de Chitral, Jordi aprendió urdu, kalasha y khowar e hizo de un niño musulmán, Sahmsur, y un alaskan malamut, Fjord, sus afectos fundamentales. Fjord cargaba fardos de hasta veinte kilos por las laderas. Shamsur se convirtió en su discípulo, e imaginó que al enseñarle idiomas y modales refinados algún día reinaría sobre su pueblo, sacándole de la miseria. Pero a Shamsur no le gustaba estudiar. Él prefería tumbarse en la hierba, fumarse un buen porro. Aunque más adelante viajaran juntos a París, Shamsur no iba a cambiar su actitud.
Problemas serios
Los problemas económicos incordiaron constantemente a un Jordi que se vio obligado a aceptar el puesto de director de la Alliance Française en Peshawar. Esto ocurrió en 1995, el mismo año en el que escribiría a su familia: «Hace unos meses que ha nacido una nueva fuerza afgana: los talibanes». Así, en cuestión de meses, el simpático explorador se transformó en algo menos amable a ojos de los habitantes de las montañas. Le acusaron de faltas muy graves, y para defenderse no escatimó peleas, a puñetazos también. Jordi marcó su territorio sembrando respeto, pero también temor y desconfianza.
Mientras, la guerra que había estallado en Afganistán cerró todas las rutas que comunicaban el valle del Panjshir afgano con Peshawar y miles de personas hambrientas quedaron sin posibilidad de ser abastecidas. Los jefes de las ONG en Peshawar se empeñaron en abrir al menos una ruta pero, ¿quién podía hacerlo? ¿Quién conocía lo bastante bien los pasos, las vaguadas, y sabría tratar con jefes tribales y talibanes? Todos pensaron en Jordi. Era un tío difícil, un duro de los de antes. Pero ayudar al Panjshir era la prioridad. En cuanto le plantearon la idea, Jordi reunió a un grupo de caravaneros de lapislázuli, organizó un convoy de cuarenta burros y tras negociar entre otros con el León del Panjshir, el legendario líder antitalibán, abrió una ruta que más tarde también utilizaría Cruz Roja.
De todos modos, la libertades se iban restringiendo en la zona. El Gobierno afgano destruyó los budas gigantes de Bamiyán y esparció su ideario más allá de sus fronteras. Pakistán recibía miles de refugiados afganos entre los que se colaban talibanes que llegaban para difundir su credo. Qué fácil resultaba reclutar soldados para la causa radical: a menudo bastaba con darles de comer.
«Sólo para gigantes» y humanos
Gabi Martínez (Barcelona, 1971) es autor de libros de viajes fundamentales que han renovado al género: «Diablo de Timanfaya», «Sudd» o «Los mares de Wang». Cuando le llegaron las primeras pistas sobre la vida del zoólogo Jordi Magraner se enganchó a ella. Pronto hizo la mochila y se fue al corazón del territorio, bello e inaccesible del Hindu Kush. El resultado es «Sólo para gigantes» (Alfaguara).
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