Internacional

Revolución en El Cairo

La Razón
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Empecé a comprender lo que estaba ocurriendo en El Cairo el viernes 28 de enero por la tarde. Desde entonces la televisión y la pantalla del ordenador han estado ocupadas por las noticias de Egipto. Así que compartí, aunque fuera de lejos, la explosión de júbilo con la que los manifestantes de la Plaza Tahrir, tan valientes, tan decididos y tan prudentes, acogieron la dimisión de Mubarak.

Las explosiones de euforia son contagiosas, como se vio en las oleadas de democratización de los años 80 y 90. Es posible que con la que acabamos de vivir arranque algo similar. Los países son muy distintos, eso sí. Argelia –con una revuelta islamista sofocada recientemente– es muy distinta que Yemen, un país dividido en tribus y territorios mal articulados, y que Jordania o Marruecos, más estables por el régimen monárquico. (Cuba, por cierto, no cae lejos…).

Es un hecho que la gente ha perdido el miedo y ha demostrado que puede conseguir lo que se proponía sin violencia. Uno de los factores ha sido internet, los móviles, las televisiones por satélite: el acceso instantáneo a la información y la comunicación continua plantean un nuevo escenario, el del control de las autoridades por la gente y el de la creación permanente de la opinión política. Los regímenes que salgan de esta sacudida –los nuestros también– tendrán que aprender a gestionar esta fuente permanente de crítica y de inestabilidad. Los autócratas lo tienen más difícil.

Estados Unidos no sirve ya de modelo, ni de elemento de estabilización. Nunca –y ya es decir– las palabras de Obama habían sonado tan huecas. Quedan las subvenciones con que Estados Unidos mantiene la amistad de las Fuerzas Armadas. Aunque han logrado que el Ejército egipcio no se rompa, no han bastado para garantizar la supervivencia del aliado, ni bastarán a la hora de contribuir a una transición pacífica. El dinero, en este caso, no es suficiente.

La gran incógnita son los islamistas, en Egipto los Hermanos Musulmanes. No son Al Qaeda, pero conviene no engañarse: su objetivo es el establecimiento de un régimen islamista. Su adhesión a la democracia es exclusivamente táctica, aunque tal vez resulten útiles si los demás tienen claro cuáles son sus propios objetivos. Las dificultades que nosotros mismos seguimos teniendo para ilegalizar los partidos políticos etarras dan la medida de los problemas de nuestros vecinos.

Hay un último hecho, más importante que los elementos culturales y religiosos. Es la incapacidad de las elites árabes para crear las condiciones de una economía de mercado. Los países árabes son, tanto como musulmanes, socialistas, y eso desde los años 50. Los resultados están a la vista: pobreza generalizada, corrupción masiva, ineficiencia del Gobierno, inseguridad jurídica y fanatización de parte de la población. Si no se empieza a resolver este aspecto –y es muy difícil abordarlo– hemos entrado en un ciclo de desestabilización permanente. El Ejército, que es la única institución capaz de mantener el orden, no lo podrá hacer mediante el solo recurso a la fuerza.