San José
Cumbre flamenca para despedir a Enrique Morente
Silencio, suspiros y lágrimas. «¡Qué ruina!, hermano ¡qué ruina!. Con estas palabras recibía uno de los familiares de Enrique Morente a todo aquel que se fundía en un abrazo, que sonaba como un golpe seco, para darle el pésame sin palabras.
Antes de que se abriese al público, la capilla ardiente del cantaor se había instalado la pena negra que se expandía en el luto jondo –corbata negra sobre camisa y chaqueta negra de los varones y negro riguroso entre las señoras–, sólo iluminado por el color de las flores de las alrededor de treinta coronas. La muerte imprevista deja un poso de estupefacción y de ensimismamiento, como el que mostraba, con la mirada perdida, la hija pequeña de Morente, Soledad, que encarnaba su nombre en su actitud. Ajena al mundo, miraba el féretro de su padre sin que nada la distrajese. Bueno, sí, la fotografía de su progenitor que presidía la sala y a la que miraba arrobada para luego volver a sus pensamientos.
«Hasta me sabe la boca a hiel, hermano, si hace quince días estaba cantando... No lo entiendo, no lo entiendo», comentaba un familiar mientras acariciaba el féretro. Nadie parecía querer hablar sobre las dos denuncias a la Clínica La Luz por presunta negligencia médica. Eso sí, nadie hablaba de mala suerte. Para sus seres queridos no había lugar para la resignación y sí para la indignación, una indignación sorda que se resolvía con suspiros y lamentos apenas audibles. No, ayer no tocaba mostrar la rabia por una muerte inesperada y para ellos inexplicable. «Se sabía que estaba malito, pero no para morirse...», musitaba un gitano vestido de negro recién venido de Granada, «sin el susto ya en el cuerpo pero con un dolor muy hondo»
Ni fuerzas para el desgarro
Tanto era el dolor que no había ni fuerzas para ninguna muestra de desgarro. La familia iba recibiendo mecánicamente el pésame hasta que la presencia de Paco de Lucía, José Mercé, Alejandro Sanz, Miguel Poveda, Esperanza Aguirre y González-Sinde les sacaba del letargo.
Ignoraban lo que ocurría extramuros de la sala Manuel de Falla de la Sociedad General de Autores. Fuera sí se oía al cantaor. Un vecino había puesto «Morente sueña la Alhambra» y los centenares de personas se callaban para oírle... hasta que llegó el féretro. «¡Arriba con él, valientes!», gritaba un hombre de mediana edad como se jalea a los costaleros en Semana Santa mientras se empezaba a aplaudir por alegrías. «¡Olé, olé y olé!», exclamaba otro, impaciente ya por entrar y «dedicarle un fandango de los suyos». La gente no era ajena a la temprana e inesperada muerte de Morente y sí hablaban de los médicos «y de dónde les dan el maldito carné». Otros también se abrazaban a la leyenda marginal del flamenco y, antes de tiempo, se quejaban de la ausencia de políticos –«casi mejor, el flamenco es del pueblo, como la copla, igual de abandonados han estado los dos», comentaba una señora vestida para un funeral, de gala, eso sí.
«Quizá el más grande»
Pero se equivocaban. Hubo presencia política. La primera en llegar fue Esperanza Aguirre junto a Ignacio González. La presidenta de la Comunidad de Madrid se lamentaba de que «había muerto muy joven» y le definió como «quizá» el más grande. No era momento de rivalidades, pero sin duda, ayer se vivió una de las cumbres flamencas más sonadas de Madrid sin que ninguno de ellos se echase a cantar. También se acercaron a la capilla ardiente Ángeles González-Sinde y el alcalde de la capital, Alberto Ruiz-Gallardón,anunciando que una calle de Madrid llevará su nombre.
«¿Cómo va a estar la familia?, destrozada», afirmaba Rosario Flores, quien salió poco después de su hermana Lolita, que apenas quiso hablar con la prensa. Llovían los halagos desde Asunción Balaguer a Pitingo, pasando por Joaquín Sabina, Antonio Orozco, Jorge Drexler, Enrique Ponce y su esposa Paloma Cuevas, Niño Josele, Amaral, Víctor Ullate, Kiko Veneno, Martirio, Massiel, Ullate, Almudena Grandes, Félix Grande, Laura García Lorca, Carlos Jean... Artistas de distintas generaciones y de estilos musicales se rendían a la maestría de Morente, pero, sin duda, el que le definió más acertadamente fue Javier Krahe: «Se metió en grandes berenjenales musicales con las fusiones que hacía», afirmó.
La gente se empieza a impacientar. Si al principio la aglomeración de famosos les alegraba la vista –de los más aplaudidos fueron «La Chunga» y Joaquín Cortés–, hacia las seis de la tarde se empezaban a impacientar. Querían entrar en la capilla ardiente, pero, por deseo de la familia, ésta no se abriría al público hasta que ellos la hubiesen abandonado. Y en esos momentos no tenían ninguna intención de hacerlo. «No hay derecho, yo quiero darle el pésame a Estrella Morente como Dios manda y no por la puerta de atrás», se quejaba una señora, «de Morente de toda la vida», que llevaba esperando desde las dos de la tarde. Ya había estado en la capilla ardiente de Fernando Fernán Gómez y Manuel Alexandre, y decía que ésta estaba «mucho peor organizada». «Dejadnos al pueblo despedirnos de él. Morente no era de ‘‘señoritos''; era un cantaor del pueblo y para el pueblo», comentaba un señor. Entre los que esperaban la larga cola que ya se vislumbraba en la calle Fuencarral había flamencos, flamencos-gitanos y «payos» agitanados que se acordaban de los tiempos en los que a Morente «le crucificaban los puristas por hacer cosas distintas, ahora, ¿dónde están? todos callados y lamentándose». Sí, cundieron los lamentos y los «quejíos» hilvanados en frases de reconocimiento y, también, de incógnitas.
Pocas cosas hay que le gusten más al pueblo español que exorcizar el dolor colectivamente, y con Morente no iba a ser una excepción. Los tres libros de condolencias se llenaban de frases evocadoras de presencia aun en la ausencia.
Tertulia sobre médicos
El run-rún crecía cuando se hablaba de las causas de su muerte. El hospital emitió un comunicado en el que revelaba que tenía cáncer de esófago, algo que no se recibió como un consuelo sino todo lo contrario, como un punto y seguido pero no un punto y final. «Si la familia les ha demandado será por algo», decía una mujer que, queriendo sin querer, inició una tertulia sobre médicos y enfermedades, porque de este asunto todo el mundo tiene algo qué decir aunque no siempre se tiene la última palabra. Salieron a la luz dolencias de antaño, atropellos hospitalarios y demás accidentes. Quien más quien menos tenía alguna cuenta pendiente con un galeno y todas salieron a la luz ayer mientras esperaban para honrar a Morente.
«En su Granada me gustaría estar mañana (por hoy) en vez de estar aquí esperando», comentaba un flamenco que recordaba alguna que otra noche en la que decidía perderse por el Sacromonte y por el Albaicín para «no oír, sentir el flamenco». Hoy los granadinos recibirán en su casa al hijo pródigo, al Morente que soñaba con la Alhambra al tiempo que prestaba su talento para engrandecer aún más a la figura de otro granadino ilustre, Federico García Lorca. Según comunicó ayer la Sociedad General de Autores, la comitiva partirá de Madrid a las ocho de la mañana para llegar al mediodía, donde la familia vivirá otra capilla ardiente, tan idéntica a ésta como distinta porque allí el pueblo sí que tendrá su última palabra. El Teatro Isabel La Católica acogerá los restos del cantaor a partir de las tres de la tarde.
Después será trasladado al cementerio de San José donde no se pondrá fin a la vida de Morente sino que será una prolongación en forma de leyenda, como ayer en Madrid, en el que Enrique Morente pasó de ser un cantaor que quebró fronteras y retó todos los límites para convertirse en uno de esos seres que transcendió en vida y supo ser inmortal sin dejar de pisar firme la tierra. Madrid le despidió con señorío y solemnidad y hoy Granada, a donde llegará el féretro del cantaor, que partirá de Madrid al alba le dirá adiós . A cada cual lo que le toca.
«Estrella está destrozada»
Ya se sabe que los toreros son parcos en palabras. Ayer el diestro Javier Conde, no acertaba a explicar el dolor que se había instalado en su hogar. Abrumado ante la avalancha de condolencias sin aún haber asumido que había muerto su suegro, el torero acertaba a decir: «Estrella está destrozada, figúrate, ha muerto su padre, tan de repente...». Lo cierto es que la continuadora de la dinastía de los Morente no estaba presente en la capilla ardiente. Todas las miradas la buscaban y todas se encontraban con un hueco que se agrandaba a medida que pasaba la tarde. «Está en un cuarto de aquí, pero no sé ni cuál es», decía Conde a su colega de profesión, Enrique Ponce.
La familia estaba empezando a vivir en duelo sin consuelo posible pero, Estrella era la que estaba soportando peor el fallecimiento de su progenitor. Quería hacerse fuerte por su madre y por su hermana menor, pero no pudo y apenas estuvo presente en la capilla ardiente. Sólo tuvieron acceso a ella los más allegados, a los que recibía en la intimidad. «Literalmente está hundida», comentaba uno de sus tíos. «Es normal, nadie se esperaba este desenlace, aunque ella, quizá, menos que nadie. Tenía la esperanza de que su padre superaría el coma». Conde, mientras tanto, respiraba hondo y seguía recibiendo los pésames como un hombre superado por las circunstancias que oía hablar pero parecía que no entendía nada, como tampoco comprendía cómo su suegro, Enrique Morente se ha ido de esta manera.
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