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Manos de sepulturero

La Razón
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A mucha gente le fascina la idea del éxito y organizan sus vidas en función de conseguirlo. Cada vez con más frecuencia se confunde la popularidad y el éxito. Se puede ser popular como resultado de un esfuerzo profesional reconocido, pero también se consigue lo mismo sin haber hecho nada importante en la vida. O por haber hecho las cosas mal, que es como consiguen su popularidad algunos políticos y muchos criminales. No hay que indagar demasiado para recordar el caso de personas que fueron famosas a su pesar y se defendieron de la popularidad con uñas y dientes, como en el caso del escritor J. D. Salinger, capaz de defender a tiros su discreta vida casi de ermitaño. En cambio sufrió mucho en su ostracismo su colega Ernest Hemingway, incapaz de sobreponerse a la pérdida de la popularidad y a su declive profesional. En televisión vemos con frecuencia a chicas que se hacen famosas por unirse a tipos populares y que no tienen otro mérito que el de someterse, con abnegada disciplina, a la cirugía plástica y a las pruebas en el taller fallero de la modista. La de la carne femenina sin oficio es una popularidad efímera que tiene un elevado gasto de mantenimiento y se esfuma sin remedio a medida que se marchita la belleza. Mujeres hermosas que fueron populares hace sólo algunos años, sufren ahora los rigores de un anonimato al que se saben incapaces de sobreponerse. La televisión tiene un hambre insaciable de novedades cosméticas y come más carne que las fieras del circo. A veces uno se detiene en esos programas y se da cuenta de que, en según que circunstancias, el éxito sólo es una indigna manera de arrastrarse bajo el ominoso peso de la lisérgica luz del plató que causa estragos en esos rostros femeninos demacrados por los excesos a los que a veces lleva la fama. Es como si muchas de esas criaturas desdibujadas, con el rostro drenado por la ginebra o por la voraz mordedura del tiempo, supiesen a ciencia cierta que la puerta por la que se sale del plató de televisión puede ser en su caso la misma por la que se entra al tanatorio. Sin duda no ignoran que por la portada de la revista se llega también a la página de las esquelas. Y si se fijasen bien, se darían cuenta de que el tipo que les prueba la ropa en el camerino tiene las manos del sepulturero que cava para ellas una fosa en ese remoto lugar del cementerio en el que ni siquiera Dios es más popular que la muerte.