Crítica de cine
Julia
A Julia Roberts le han concedido el Premio «Donostia» del Festival de Cine de San Sebastián por su actuación en una película mala, según los críticos. Y se lo ha entregado, después de un prolongado y envidiable beso, Javier Bardem. No obstante, la presencia de Julia Roberts en la ciudad donostiarra ha sido muy dolorosa para algunos. Y entre esos algunos me hallo.
Para el que escribe, Julia Roberts era un mito inalcanzable. Su atractivo en pantalla es estallante. Pero la proximidad devora la luz. Los Reyes y la Iglesia precisan de la distancia y la solemnidad. La crisis de la fe no es consecuencia del torpe laicismo, sino de la cercanía que estableció entre el ministro de Dios y el feligrés el Concilio Vaticano II. Esa supresión del latín, esa aparición de coros parroquiales con guitarras, esa invasión de sacerdotes que rogaban a los fieles el tuteo, esa costumbre de numerosos clérigos de simular con su atuendo su condición religiosa, han hecho mucho daño. A uno le emociona la solemnidad, el órgano, la distancia, la puesta en escena. Como en los Reyes. El populismo mal entendido erosiona. Ahí está la Reina de Inglaterra tan respetada por su sentido de la lejanía. Nadie se le acerca, excepto los perros, y no todos, sino los suyos.
Julia Roberts, a su manera, es una reina. Su corona es el cine. Y el cine –el español y el de Uganda aparte–, se conforma de imaginación, luz, arte, entretenimiento y prodigio. El prodigio es el milagro, y los milagros no se tocan. Las piernas de Julia Roberts, que eran un milagro, han perdido todo su esplendor. Blancura, muslerío blando, palidez chachona. En San Sebastián, Julia Roberts ha perdido el trono. Su buena disposición para parecer una mujer normal ha resultado tan honesta como efectiva. Es una mujer normal. Una agradable mujer del montón, lo cual nos ha entristecido a sus leales y numerosos súbditos.
Los grandes actores y actrices no pueden ir por la vida como si fueran ministras de Zapatero en periodo de vacaciones. A la generación de Cary Grant, Gary Cooper, Gregory Peck, Clark Gable, James Stewart, Henry Fonda, Ingrid Bergman, Catherine y Audrey Hepburn y compañía, Terenci Moix la bautizó como la generación de los dioses, los inmortales del cine. Los dioses no son cercanos, porque de serlo acaban tomándolos por el pito del sereno. Esta gente tiene el deber de actuar en todas partes con la falta de naturalidad que su condición casi divina les demanda. Para mí, con harto dolor, Julia Roberts ha dejado de ser el mito inalcanzable. Un mito inalcanzable no puede ir por la vida con esas piernas tan blancas y bacaladeras. Ya no me la creo en la pantalla. Greta Garbo no dejó de actuar nunca. Fue una pesada, pero supo mantener la lejanía con la parte del mundo que dependía de ella. Un coñazo de mujer, pero una diosa. Y tenía unas larguísimas piernas, siempre custodiadas por pantalones de macho. En fin, que Julia Roberts ha sido muy simpática, normal y sencilla en San Sebastián. Allá ella.
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