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En enero estuve en Cádiz en la Universidad. Di una conferencia sobre los mitos griegos de Occidente, recordé otra que poco antes había dado en Tiflis, en Georgia, sobre los mitos griegos de Oriente. Entre esos dos lugares simétricos está la vieja Europa, luego ampliada con Asia, África y América.
Ya ensayaban el centenario de la Constitución del 12, me eché a temblar con lo que se nos venía encima. Ya ha llegado. Es como todos: hablan los que saben y los que no saben, convierten a aquel hombre o a aquel suceso en algo único, una magnificencia inigualable, sin sombras ni matices. Y, sobre todo, nos atruenan, no se puede ya ni respirar. Recuerdo otros con pavor, por ejemplo el de Cervantes. Este promete ser de los buenos, rodeado de pompas teatrales. Habrá que esperar a que acabe para repensar los hechos, los claros y las sombras. Algo se puede adelantar. Fue el festival de la libertad, el comienzo del régimen constitucional, de la democracia. A esto aludió el Rey, añadiendo algo fundamental: fue el festival de España, de España toda, estas tonterías de ahora no se habían, parece, inventado. El ataque francés fue el mayor vigorizante de España, el mayor pegamento para su unidad.
Pero este giro en la historia no carecía de antecedentes bajo los Gobiernos e Carlos III y Carlos IV y el pensamiento y la acción política de tantos ilustrados en el siglo XVII. Que, de otra parte, vacilaron muchos el ponerse del lado de España o de Francia. En Cádiz estaban todos juntos, por España.
Aquello tuvo un doble signo. Fue el comienzo del nuevo régimen ciudadano: del poderío de las Cortes, el fin de las intrigas, de gobiernos irresponsables como los que nos habían metido a los franceses dentro. Luego, alguna vez retornaron, con capa legitimista, pero no duraron mucho tiempo ya.
¿Qué puede criticarse? Aquello fue fuera del tiempo, un verdadero golpe detrás de las murallas de Cádiz realizado por un grupo mínimo de ilustrados a los que nadie había elegido y que se representaban sobre todo a sí mismos, sin oír la voz de los que luchaban por montes y llanos y a lo mejor pensaban de otro modo. Demasiado optimismo el de una Constitución inaplicable nadie la aplicó nunca, fue sobre todo un arma de combate que encontró a otros combatientes enfrente. Y también mucho olvido e ignorancia, fuera del relumbrón del momento. Ya ven a D. Agustín Argüelles, el hombre más destacado de las Cortes y redactor de la Constitución, luego exiliado, luego reconciliado con la Monarquía. Habría debido esperarse a todos y al final de la guerra, y trabajar con realidades más que con utopismos. Los utopismos también son útiles, a veces ayudan a mejorar la realidad. También éste. Pero aquellas Cortes son ambiguas: señalan un comienzo liberal, también señalan lo que desde entonces ha sido la tragedia de España. Fue casi un golpe de estado, aprovecharon un vacío de poder, un estar solos. Pero los disconformes contestaron, cuando llegaron, con un golpe real: la dictadura de Fernando VII cuando regresó a España el año 14 casi en olor de santidad. Golpe tras golpe de un signo y del otro. El poder absoluto de Fernando rajo a su vez a Riego el año 20 –un alzamiento militar–, siguió un trienio de populismo, panfletos y anarquía. Que a su vez fue derrocado por una intervención extranjera que repuso a Fernando en el poder y ahorcó a Riego y restauró la tiranía. En el esquema clásico de Atenas, de Inglaterra, de Norteamérica, la tiranía o lo que muchos tenían como tal provocó un alzamiento de los hombres libres, luego vino una síntesis, que es la democracia. Comienza con dos pies. Y siguió una alternancia con dos grupos que se desplazaban por turno. Así desde Cádiz. Hubo circunstancias desafortunadas, una improvisación partidista y luego el contragolpe. Y esto una vez y otra. Cádiz puso en marcha algo necesario, pero en forma inoportuna y apenas pensada. Este ha sido el triste modelo de España. Muerto Fernando, María Cristina e Isabel II ensayaron la conciliación, la monarquía democrática. España progresó. Pero en el campo de la izquierda no hubo colaboración, hubo insurrección: la anarquía de la primera República. Y llegó, como era esperable, el golpe que trajo la Restauración y otra vez el progreso en España. Saltando cosas, las penúltimas etapas fueron una República escorada a la izquierda, desbordada por los que traían la revolución y la fragmentación de España. Y, por un destino ineluctable, surgió enfrente el golpe: el alzamiento del año 36. No es que lo digan los libros, lo he vivido: nada menos que una guerra civil. Pero luego por una vez triunfó la sensatez, el régimen constitucional del 78. Ojalá dure, hay todos los días amenazas de volver a la alianza izquierda-separatismo. Ojalá no retornemos al círculo mortal. Cádiz abrió la nueva Historia de España. Pero con mal pie. Fue un acto unilateral de unos pocos que provocó la hostilidad de muchos. Fue una imposición, aunque con muy bellas palabras, no un acuerdo como el del 78. Inauguró el ciclo de las revoluciones y contrarrevoluciones. Y, como recordó nuestro Rey, un régimen parlamentario o una Constitución son para todos y deben ser aceptados por todos. En los centenarios, la casi divinización del suceso celebrado impide la reflexión. Cádiz fue necesario y bueno, pero estuvo lejos de toda prudencia, de todo afán de conciliación.