Afganistán
Castigos de «honor» que dejan huella
Lo califican de «honor» como pretexto para encubrir un acto criminal, y lo peor es que el asesinato deliberado de mujeres para ocultar la «deshonra» conyugal es una práctica cotidiana en Pakistán que cuenta con el silencio de la familia y favorece la impunidad del agresor. Las «cuestiones» de honor van más allá de la religión, pues es una costumbre que se practica tanto contra comunidades musulmanas como cristianas.
Desgraciadamente, las mujeres casadas son las que más sufren este tipo de violencia de género. Según el profesor Muazam Nasrullah, docente en Psicología de la Universidad Aga Khan en Karachi, nueve de cada diez mujeres paquistaníes son asesinadas con el pretexto de haber mantenido relaciones sexuales extramatrimoniales. Según su investigación, el 43 por ciento de las víctimas han muerto en manos de sus maridos, mientras que los hermanos han sido los responsables en el 24 por ciento de los casos y el resto de los crímenes los cometen familiares cercanos como tíos o abuelos. Sindh, al sur de Pakistán, es la provincia con mayor índice de crímenes de honor, especialmente en las comunidades rurales donde se practican las leyes tribales.
Es ante una jirga (asamblea de ancianos tribales) donde se decide la sentencia a muerte para una «adúltera», y no ante un tribunal. Este castigo extrajudicial conocido como «karo-kari» (el honor familiar) es cada vez más frecuente en el país. Según la ONG «Women Cell of Research and Development for Human Resources» (RDHR), en el segundo semestre de 2010 cerca de medio millar de personas han sido ajusticiadas bajo la ley «karo-kari» en Sindh, siendo mayo el mes más violento, con un total de 84 víctimas mortales, todas mujeres.
Halema Khatum, de 29 años, sabe perfectamente de qué hablan esas cifras. Esta mujer, miembro del clan Dino Bhutto, de la tribu de la ex primera ministra asesinada Benazir Bhutto, ha sobrevivido a uno de estos crímenes. El 28 de mayo, su esposo, Shakil Ahmad, acusó a su mujer de infidelidad con su cuñado bajo la ley «karo-kari». La asamblea de ancianos autorizó al esposo a ser su verdugo para restablecer el honor de la familia. Khartum, gracias a su hermano, consiguió escapar de las garras de su asesino y huyó con su hermana Mindah y su cuñado, también condenado a muerte, a Islamabad. Desde entonces los tres, y el bebé de su Mindah, viven como desahuciados en las calles de la capital.
El miedo lo puede todo
Todo lo que tienen es un pequeño atillo cada vez más vacío, pues han tenido que vender todas las pertenencias, y un par de esterillas de plástico y unas mantas para protegerse del frío del invierno. La desdichada historia de amor de Khartum se remonta a 18 años atrás. La niña fue ofrecida como esposa a Ahmad por su padre cuando sólo tenía 11 años. En el contrato matrimonial, Shakil transfirió 10 acres de tierra a nombre de su mujer. Sin embargo, un año después de contraer matrimonio, éste vendió todas las tierras y no le pagó nada a su esposa. Halima heredó, después, una extensa propiedad de su padre.
Según la víctima, su esposo la acosó y amenazó durante casi dos décadas. «Mi matrimonio era un infierno. Shakil iba a casarse con una segunda esposa y me exigió las tierras que había heredado de mi difunto padre como dote. Yo me negué y entonces comenzaron los maltratos», nos relata Halima.
Khartum regresó con su familia y vivió con su madre y único hermano varón durante varios años. Tras ese período, y por mediación de la tribu Bhutto, acordaron que Halima regresaría con su esposo tras el pago de una fianza de un millón de rupias (aproximadamente 9.000 euros) por parte de su esposo y la promesa de éste de no exigirle de nuevo que le trasfiriera las tierras. Shakil no cumplió el trato y continuó amenazando a su esposa. «Mataré a tu hermano también si no me das las tierras», explica Halima, reproduciendo las palabras de su marido.
Khartum puso una demanda por malos tratos e intento de asesinato contra Shakil, pero la denuncia jamás salió de los despachos de la comisaría. El esposo de Halima es primo de un poderoso miembro parlamentario, Abd el Haqq, quien se opuso al arresto de Shakil. Según la víctima, su marido contrató a Gul Muhammed, un conocido sicario que «ha matado a 99 personas».
Aun así, Halima espera que se haga justicia después de 18 años: «Finalmente se hará justicia. Confío en que mi caso llegue al jefe del Tribunal Supremo, Iftikhar Chaudhry. Él es un hombre bueno y justo con todo el mundo, y también lo será con nosotros», implora la mujer.
Pero la realidad es que Pakistán ofrece muy poca justicia para las víctimas. Aunque en 2004 se creó una ley para proteger a los afectados por «ofensas cometidas en nombre del honor», los asesinos muy pocas veces reciben castigo. Halima al menos ha vivido para narrar su trágica historia, pero otras miles no son más que números para contar en una larga lista. Ante la gravedad del problema, organismos como el Centro de Mujeres del Ministerio para el desarrollo de la Mujer pide a las autoridades que se pongan en marcha cuanto antes los medios para prevenir los crímenes de honor. Para la activista de los derechos de la mujer Asma Jahangir, el problema «debe verse desde una óptica psicológica», ya que las mujeres que sobreviven a un intento de asesinato quedan marcadas de por vida. «El miedo con el que se ven obligadas a vivir las puede llevar a enfermar», explica Jahangir, cuya organización está ayudando a Halima y su familia.
Si bien los crímenes de honor son una práctica cotidiana en Pakistán, no es un fenómeno exclusivo de este país. En la vecina Afganistán y en la India también está arraigada esta costumbre. La mayoría de mujeres del Sur de Asia son vulnerables a este tipo de atrocidades como la violencia doméstica, el matrimonio infantil forzado, los asesinatos por honor. Los agresores suelen salir impunes de sus crímenes. Recientemente, la ONU hizo un llamamiento a proteger los derechos de las mujeres en Afganistán. El organismo internacional instó al Gobierno afgano a aplicar la Ley de Eliminación de la Violencia contra la Mujer, que fue promulgada en 2009 y que tipifica como delito acciones que incluyen la compraventa de mujeres para el casamiento y el matrimonio infantil.
Refugiada en Brooklyn
Si las autoridades afganas hubieran aplicado la ley, seguramente Bibi Aisha no habría sido mutilada por su marido y suegros por huir de su matrimonio forzado. Gracias a la revista «Time», que publicó en portada su foto, esta joven de 19 años se ha convertido en un símbolo de la barbarie machista del mundo. La estremecedora imagen de Bibi desfigurada, con la nariz y orejas cortadas, dio la vuelta al mundo en agosto pasado, y ha servido, por fin, para hacer justicia.
La presión internacional ha conseguido movilizar a las autoridades afganas y los agresores de Aisha serán llevados ante la Justicia. Bibi es una doble víctima: primero por ser forzada a casarse a los 12 años para saldar una deuda de sangre y después por haber sido castigada con la mutilación por huir de su agresor.
La Policía ha detenido esta semana a los autores de la barbarie. Según el jefe de la Policía provincial en Oruzgan, Sulaimán, el suegro de Aisah «la apuntó con un arma en la cabeza mientras los otros hombres, sus hijos, le cortaron la nariz». Aisha vive ahora en Brooklyn, tras abandonar Afganistán para someterse a su operación de cirugía reconstructiva en EE UU. La joven no volverá a su país para testificar, ya que nadie le garantizaría su seguridad.
Mutilada por venganza
El retrato de Bibi Aisha, sin nariz ni orejas, dio la vuelta al mundo cuando la revista «Time» lo publicó en una de sus portadas. La Policía de Afganistán detuvo a su suegro, uno de los responsables del ataque. Haji Suleman está acusado de haber incitado a sus hijos, el marido de la joven y su cuñado para que vengaran su fuga del hogar conyugal, algo que en Afganistán se castiga con penas de cárcel, aunque oficialmente el Código Penal no lo contemple.
Bibi Aisha intentaba huir de un matrimonio arreglado con un combatiente talibán cuando la capturaron y, con previa autorización del mullah, fue mutilada mientras la apuntaban con un arma en la cabeza. El hecho ocurrió cuando Aisha, que en ese momento tenía 12 años, huyó de su matrimonio arreglado con un combatiente talibán. La niña fue entregada a la familia de su futuro esposo, que abusó de ella y la obligó a dormir en el establo con los animales.
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