París
Conciencia con hígado
Hay muchas teorías sobre las razones por las que Ernest Hemingway decidió desayunar dos mortales disparos de escopeta en su retiro en las montañas de Idaho y no dudo de que alguien le haya reprochado que hiciese tal cosa sin consultar antes con su dentista. Periodista y escritor, el inmenso Hemingway perteneció a una generación de prosistas norteamericanos unidos por varias circunstancias vitales. Se dijo de ellos que eran la «generación perdida» y aunque sean ciertos los motivos por los que fueron bautizados así, yo creo que lo que los unía no era sólo un estilo de entender y contar la vida, sino una manera de sufrir con los placeres y, sobre todo, una forma de beber. En el caso de Hemingway, yo me sumo a la idea de quienes sostienen que si se suicidó fue porque su imaginación ya no podía proporcionarle los placeres que le negaba la vida. Incluso si fuese cierto que muchas de sus mayores proezas como hombre fueron sólo el producto de su fantasía, se comprenderá que sufriese lo indecible al darse cuenta de que su memoria le impedía recordar con detalle todas aquellas cosas tan dramáticas y tan hermosas que si tanto le llenaban era sin duda porque jamás le habían sucedido. Seguramente desde su melancólico retiro en las montañas de Idaho, el ermitaño Hemingway sentía una dolorosa nostalgia por el tiempo vivido y sucumbió trágicamente al darse cuenta de que su deterioro mental le impediría conmemorar los aspectos literarios de una biografía por lo demás a menudo inquietante y tormentosa, mezcla de boxeador y fugitivo, lírico y a la vez airado, como aquellos colegas suyos expatriados en París, como Francis Scott Fitzgerald, que escribía para ganar con una mano el dinero con el que pagar las deudas contraídas por la otra mano. Habría que estar en la cabeza de aquellos tipos para conocer con cierta seguridad las razones de su conducta y aun así es probable que lo que nos revelasen sus pensamientos no fuese en absoluto más preciso que lo que de ellos nos dijesen sus vómitos. A punto de cumplirse cincuenta años de su muerte, Hemingway sigue siendo un escritor extraordinario y un personaje formidable y en cierto modo desconocido. Puede que las mujeres que convivieron con él supiesen cómo era con ellas aquel tipo, y que sus lectores no duden de cómo era el escritor, pero estoy seguro de que quien de verdad conoce a un tipo como Ernest Hemingway no son sus mujeres o sus críticos, sino su barman. Y eso es así porque el barman es el único tipo que sabe con absoluta certeza que a cierta clase de escritor los remordimientos le afectarán a la conciencia justo cuando por los excesos de vivir se le resienta el hígado.
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