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Elogio de septiembre
Siempre que se acerca septiembre me acuerdo de los veraneos de mi niñez y mi adolescencia, de aquellas vacaciones que duraban tres meses y se prolongaban hasta primeros de octubre, de ese mes que comenzará dentro de tres días y en el que se produce la muerte climática del verano. Ocurre un día que para mí siempre era inesperado aunque probablemente estará bien detectado y señalado en el Calendario Zaragozano. Como uno ha procurado siempre mirar lo menos posible todos los calendarios en general, el día de septiembre en el que se moría el verano era siempre una infausta sorpresa. Una mañana aparecía el cielo ceniciento y ya uno entendía que la defunción se acababa de producir; que el agua del mar estaba particularmente fría y que la luz había cambiado. Uno entendía en esos momentos que después de esas nubes ya no volvería el mismo Sol sino otro más pobre. Y a mí ese descubrimiento, ese momento de constatación, me parece que encerraba una experiencia fundamental que debería estar incluida en todos los planes de estudio.
A mí septiembre me ha parecido siempre un mes eminentemente pedagógico por esa naturaleza dual que tiene, porque es el verano y el otoño a la vez, porque lleva la muerte, la finitud, el adiós del estío dentro, la experiencia de la primera melancolía juvenil por las novias que ya se habían ido a la ciudad; que habían quedado prohibidas de pronto por decreto del tiempo y de unas distancias trágicas y de unas razones mitológicas; porque a sus padres les reclamaban no se qué oficinas, no sé que fábricas, no sé qué destinos. Días en los que uno todavía se quedaba entre los campos y las huertas, las dunas y los pinares de un pueblo costero y aprendía a pasear solo por la arena o las rocas en las que quedaban las huellas de una hoguera, por los solares vacíos de una romería o los vericuetos de una aventura vivida en un edificio de apartamentos en obras, en uno de aquellos bloques del desarrollismo que se pasaban años detenidos en el limbo de algún chanchullo municipal del nacional-urbanismo vertical o en alguna suspensión de pagos, con su hormigonera convaleciente de un desengaño amoroso y sus ladrillos colgados de una viga como para hipnotizar a la tarde.
Nuestra época esconde septiembre porque esconde también la muerte, el luto, el duelo. Nos queremos reponer con demasiada prisa de todas las pérdidas que la vida nos depara. Queremos pasar de todos los agostos a todos los octubres sin transición, sin ese mes intermedio. Cuando yo era estudiante, septiembre era el mes de las asignaturas pendientes. Hoy es el propio septiembre la asignatura que nos queda pendiente de aprobar.
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