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Modelos de corrupción

La Razón
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Cuando discutíamos la Constitución, corresponsales extranjeros me embromaban: «Qué modelo de corrupción vais a adoptar, ¿el italiano o el mexicano?». A Dios gracias parece que hemos apadrinado el primero y sólo estamos ayunos de escándalos sexuales. Helmut Kohl era un segundo Bismark tras la reunificación alemana, y lo tratan como a un leproso por cien gramos de Filesa. Una ministra británica dimitió porque su esposo había comprado dos vídeos pornográficos con su tarjeta parlamentaria, y retiraron el dinero de plástico a los Comunes. Y Sarkozy remodela su Gobierno porque la ministra de Exteriores vacacionó en Túnez a cargo de un testaferro de Ben Alí. La corrupción, como los microorganismos, es consustancial a la vida, y el gran Gibbon, en su «Declinación y Caída del Imperio Romano», escribe con todo cinismo que «la corrupción es el síntoma más infalible de la libertad constitucional». Lo peor de la corrupción a la italiana es que, como ellos, los españoles se han acostumbrado y están impávidos ante los aspavientos de los partidos políticos y su infantil dialéctica del más eres tú como la pedrea a la salida de un colegio. De no habérmelo impedido mi médica, con violencia de género, le hubiera pagado los tres trajes a Camps para evitarme más tabarra estomagante. Y José Bono ¿por qué no encarga una auditoría externa de la familia y la hace llegar al fiscal Anticorrupción para acallar las hablillas? Históricamente es claro que la corrupción del PP reside en un círculo de pícaros excéntricos, mientras que la del PSOE es más institucional al haber gobernado demasiado. Modelo italiano.